La tropa del Boeing se inclinó hacia el río como si hiciera una reverencia. Quomo se afirmó en el comando y lo movió hasta que consiguió corregir el ángulo de aterrizaje. A la distancia vio dos luces solitarias y tuvo el presentimiento de que se trataba de una balsa de troncos que bajaba por el río. Apuntó la nariz del avión en dirección de los destellos y lo dejó planear. El sultán estabilizó el timón de cola y vio desfilar por el visor los primeros árboles. La confianza en la victoria y el silbido de las turbinas le daban una sensación de paz y beatitud.
El choque de un ala contra el agua lo sacó del asiento y le hizo dar la cabeza contra el vidrio. La mole de acero crujió y todo el instrumental se despegó del fuselaje como el revoque de una pared. Quomo quiso aferrarse al comando, pero salió despedido con el resto del tablero. El avión zigzagueó un rato y luego se puso a brincar sobre el río como una piedra arrojada desde la costa. El agua se sacudió como desbaratada por un ciclón y el primer remolino se tragó la balsa de las luces y los cocodrilos que dormían en las orillas. En la bodega, Lauri dejó de pensar en el desembarco del Gramma y trató de permanecer encogido entre dos cajones de armas que se habían trabado contra el paragolpes del Rolls Royce. Chemir hacía volteretas aferrado a una ametralladora checoslovaca y no atinaba a protegerse de los golpes.
Cuando empezó a salir humo del techo, Quomo mojó un pañuelo y se lo acercó a la nariz como lo había hecho en tantos otros incendios. El sultán se golpeó la cabeza varias veces y en la rodada perdió el turbante con la piedra preciosa. En los cursos para emergencias no le habían dado una sola lección que hubiera podido serle útil esa noche. Recordó que antes de interrumpir las reuniones para retirarse a orar, el coronel Kadafi solía decir que la fe movía montañas siempre y cuando los hombres empujaran con todas sus fuerzas. Sintió, entonces, que había cumplido con su deber y no le importó perder el avión, ni se preocupó de cubrirse la cabeza maltrecha. Por momentos pensaba que debía encontrar una manera de comunicarse con Trípoli y pedir nuevas instrucciones. En el enredo de cuerpos, cables y restos de la computadora, Quomo alcanzó a ver que el sultán sonreía y movía los labios como si dijera una plegaria. El Boeing, enloquecido, estrelló un ala en las rocas de la orilla, se incendió y salió catapultado contra la corriente. Entonces Quomo ordenó abandonar el aparato antes de que lo ganaran las llamas, y buscó algún objeto capaz de romper el parabrisas. Había perdido la pistola, pero cuando vio que El Katar recuperaba la suya se dijo que no les sería difícil salir. Estaba seguro de que Chemir y Lauri estarían en sus puestos junto a las ametralladoras, pero no tenía idea de si el avión se detendría frente al arsenal, como él esperaba.
Ni bien el aparato frenó su carrera, Quomo se puso de pie y gritó al sultán que disparara contra el visor. Desde el piso, el árabe hizo fuego varias veces y los restos del vidrio se esparcieron en la oscuridad. El fuego empezaba a ganar la cabina y el fuselaje rugía enfriado por las olas y la lluvia. El sultán saltó al agua de pie, y la túnica se le abrió como un paracaídas. Quomo se sentó un instante sobre la trompa del avión y se ató los zapatos al cuello antes de zambullirse.
Nadó sin rumbo, hasta que pudo aferrarse a las raíces de un tronco derrumbado. Entonces se dio vuelta y miró a su alrededor. El fuego envolvía al avión y se levantaba hacia el cielo encapotado. Aspiró profundamente y sintió por fin, el entrañable olor de su selva. Reconoció uno por uno los cantos de los pájaros que revoloteaban en la oscuridad, y los rugidos de los animales en desbandada. El agua que lo mecía entre las ramas era tan cálida y ligera como en los tiempos en que atravesaba el río con un atado de ropa sobre la cabeza para llegar impecable a la fiesta. La primera explosión se produjo en una turbina y Chemir se zambulló por un hueco abierto bajo el ala. Lauri fue detrás de él apartando lianas y arbustos que traía la corriente. Oyó que alguien llamaba desde la orilla y avanzó a ciegas guiado por los silbidos. Cuando hizo pie, gritó hasta que volvió a oír la señal. Eludió una fila de juncos y fue a reunirse con los negros en una playa de piedras. Chemir, cubierto de hollín y hojas amarillentas, lloraba entre los brazos de Quomo y le estrujaba la camisa empapada.
– ¡Volvimos, Michel! -sollozaba-. ¡Volvimos! -y no atinaba a decir otra cosa.
Quomo le puso una mano sobre la cabeza y Lauri vio en su mirada un fulgor que no conocía.
– Ya estamos -susurró -, ya estamos en casa.
En la otra orilla, el fuego había ganado el follaje y podía verse brotar la llovizna de las nubes.
– ¿Dónde está el sultán? -preguntó Quomo y buscó con la mirada en el río.
En ese momento el avión estalló y la fuerza del viento los arrojó contra el bosque. Pedazos de acero encendido pasaron sobre sus cabezas y fueron a perderse entre la espesura. El paisaje se iluminó y entonces vieron al sultán que salía del agua, catapultado como un corcho de champagne. Chemir se acercó a la costa arrastrando la pierna y le hizo señas.
– ¡Acá! ¡Bienvenido a Bongwutsi, camarada! -gritó y silbó imitando a Quomo.
El sultán se aproximó, encorvado, trastabillando, una mano conservaba la pistola, pero parecía más pequeño con la cabeza descubierta.
– Impresionante -dijo-. Nunca en mi vida había visto tantos árboles juntos.