Mister Burnett esperó junto al teléfono, sin saber por qué. Un par de veces estuvo a punto de llamar a Londres, pero temía que le preguntaran por las celebraciones del día de la reina. Subió a las habitaciones de Daisy y se detuvo a mirar la biblioteca y la sala de música. Había libros sobre la mesa de luz, encima del piano y hasta en el baño. Mister Burnett se preguntó si las lecturas no habrían envenenado el alma de su esposa, que nunca había conocido las miserias de la vida. Recorrió unas páginas al azar y lo sorprendió que los versos estuvieran escritos en español. El nombre de Borges le decía algo y supuso que quizás Daisy, que siempre había sido reticente en sus confidencias, estaría estudiando otras lenguas para matar el aburrimiento. En el dormitorio encontró los cajones de la cómoda revueltos y la colección del Times Literary Supplement por el suelo. Sobre una silla había un corpiño abandonado y cuando lo miró de cerca le pareció que no correspondía a la redondez de los pechos de Daisy. En verdad, cuando lo pensó, mientras recorría el ribete de encaje con los dedos, se dio cuenta de que no recordaba con claridad las formas de su mujer, aun cuando no conocía otras, y las que solía ver en la publicidad de las revistas se le confundían y deformaban en la memoria. ¿Cuándo había hecho el amor por última vez con Daisy? ¿Antes o después de que ella se entregara al embajador Tacchi? Sin duda antes, porque la guerra lo había absorbido y la preocupación no lo dejaba dormir en paz. Miró la cama, enorme y sólida, y trató de recordar las escasas noches en que Daisy no ponía música y él venía a golpear la puerta de la habitación con dos copas de licor. Una la bebía mientras ella se quitaba el maquillaje y otra al final, cuando Daisy se quedaba mirándolo en silencio, con los ojos muy abiertos, como si quisiera preguntarle algo que él no sabría responder.
Apoyó una rodilla sobre la colcha, dejó la pistola encima de una montaña de libros y empezó a quitarse la ropa mojada. Sus mejillas coloradas habían empezado a inflamarse y oyó que se le escapaba un carraspeo ronco y nervioso. En el espejo de la cómoda se vio la barriga blanca y pecosa y desvió la mirada hacia una estampa japonesa que nunca había comprendido. Se dejó caer boca arriba y se quedó unos minutos mirando el techo, tironeado por la ansiedad, un poco avergonzado, rehaciendo formas escamoteadas por la memoria, sacudido por el atrevimiento del italiano y el descaro de Daisy, hasta que todo se diluyó a su alrededor y cerró los ojos mientras se iba lejos, violentamente, a su juventud, a Liverpool, al perfume fresco de un parque olvidado.
Tomó aliento con el pecho agitado por un vago sentimiento de angustia y mientras volteaba la cabeza hacia la ventana vio el resplandor que salía del río y le pareció que todo temblaba a su alrededor. Se levantó de un salto y corrió al baño, pero cuando abrió la ducha se encontró con que no salía ni una gota de agua. Parado en la oscuridad, desnudo, con una mano enchastrada y las piernas vacilantes, oyó el viento que sacudía los vidrios y se colaba por la claraboya del baño, y pensó que en un instante el mundo había cambiado de Dios o de rumbo y que ahora sí, de una vez por todas, podía salir a remontar las cometas chinas y las estrellas de cinco puntas.