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Al amanecer, cuando el sol entró por la ventana y empezó a calentarle la nuca, el cónsul se despertó y buscó la botella a tientas sobre el escritorio. Se pasó un papel por la frente mojada y fue a cerrar la cortina. Le dolían los músculos como si hubiera corrido toda la noche. Vagamente recordó que había soñado con su padre y con un río que arrastraba caballos muertos. No había ninguna botella sobre la mesa: los expedientes estaban desparramados, mezclados con diarios viejos y cabos de velas derretidas. Las tripas le hacían ruido y tenía retortijones. Encendió la radio, la llevó al baño y la puso en el suelo, junto al inodoro. La BBC informó que Gran Bretaña preparaba la flota para enviarla al Atlántico Sur. El cónsul separó, hizo un corte de manga en dirección al aparato, y recién entonces advirtió que se le había terminado el papel higiénico.

Se lavó y fue a prepararse una taza de café. Por la ventana vio pasar el furgón que recogía a los gorilas extraviados y dedujo que pronto caerían las primeras lluvias. El sol asomaba por encima de las colinas y las lagartijas trepaban por los frentes de las casas. Volvió con el café a su despacho y releyó el mensaje de Mister Burnett. Lo sorprendió semejante temeridad, sobre todo teniendo en cuenta que los británicos se habían rendido vergonzosamente y que el pabellón argentino flameaba victorioso en las Malvinas. Le hubiera gustado pedir instrucciones a Buenos Aires, pero ahora debía tomar una determinación por su cuenta y decidió mostrarle al enemigo lo inútil de su resistencia y lo absurdo de su arrogancia.

Dobló la bandera en cuatro y miró el retrato de San Martín, consciente del riesgo que iba a correr. No sabía si el Libertador habría aprobado su plan, pero estaba seguro de que era lo único que podía hacer en ese momento, sin ayuda y agobiado por la responsabilidad de haber nacido argentino.

Buscó un listón de madera, le sacó punta con un cuchillo y fue al dormitorio a revisar el baúl donde había guardado la ropa de Estela. Le parecía haber visto una medalla de la Virgen de Lujan que quería prender junto al sol de la bandera. Sacó una blusa escotada y se arrodilló a hurgar entre los vestidos. Apartó un jean, una pollera muy corta, una cartera marrón y encontró la medalla pinchada en un chal. Toda la habitación se había llenado de un tenue olor a naftalina. Una diminuta bombacha se deslizó entre sus dedos, arrugada como un pañuelo. Bertoldi deslizó una mano por el elástico y se quedó un rato mirándola: se preguntaba si era la misma que Estela llevaba la última noche que hicieron el amor, antes de que ella cayera enferma.

Volvió a poner la ropa en el baúl y se levantó, avergonzado. Durante todo ese tiempo había luchado por alejar los recuerdos eróticos de su vida con Estela. Más de una vez soñó con aquel cuerpo desnudo, delgado, que susurraba entre sus brazos, pero al despertar se sentía tan detestable como si acabara de profanar una tumba.

Fue al escritorio y preparó los símbolos de la patria mientras tomaba el resto de café tibio. Ató la bandera y la envolvió alrededor de la estaca para llevarla sin despertar sospechas. Luego se puso una camisa limpia y cerró la llave del gas, como si fuera a ausentarse por mucho tiempo. Cuando salió a la calle le pareció que el día no era distinto de otros, sólo que podía ser el último para él.

Al ver el cartel que anunciaba la zona de exclusión para los argentinos sintió una mezcla de orgullo y temor. Se había inclinado el ala del sombrero para cubrirse la cara, pero sabía que no pasaría inadvertido. Los soldados controlaban el paso de todos los vehículos y pedían documentos a los blancos que no conocían. Rechazó al chico que se acercó a pedirle una moneda y se detuvo a estudiar el terreno detrás de un carro de lechero. Se dijo que no tenía sentido entrar corriendo porque los guardias le tirarían por la espalda y ésa no era una forma honorable de morir. Tampoco podía cruzar por la embajada soviética, porque el paredón era demasiado alto y estaba coronado con un alambre de púas. El lechero pasó la barrera sin problemas: Bertoldi advirtió, entonces, que los ingleses no revisaban los baúles de los coches ni las cajas de los carros.

Se ocultó en un zaguán y esperó a que llegara el vendedor de hielo. Tenía un International 29, cubierto por una lona, que avanzaba a paso de mula y se paraba cada veinte metros a bajar la mercadería. Ni bien el conductor entró en un almacén, Bertoldi se metió bajo la cobertura y se agachó detrás de los bloques que se derretían como si estuvieran en un horno. El chico que le había pedido la moneda levantó la lona y se puso a mirarlo con curiosidad. El cónsul le hizo señas para que se alejara, pero el otro se quedó plantado allí, como el enano de un jardín, buscó en los bolsillos, aunque sabía que no tenía nada, ni siquiera un cigarrillo. Con todo el dolor del alma sacó la medallita de la Virgen y se la alcanzó con un gesto de súplica. El chico se la guardó y salió corriendo.

El camión arrancó y se detuvo en la otra vereda. El hielero sacó la barra que tenía más cerca mientras el cónsul se aplastaba contra el piso. Nunca había estado en un lugar más fresco desde su llegada a Bongwutsi. Avanzaron unos metros más. El repartidor frenó junto a la garita y Bertoldi escuchó la voz de un británico que hablaba del calor. El soldado levantó una punta de la lona, sacó un cuchillo y rompió un pedazo de hielo sin ver que el argentino estaba agachado al otro lado. Cuando entraron al Bulevar, Bertoldi se puso de pie ganado por la emoción.

Parado allí, con la bandera apretada en un puño, divisó los jardines de la embajada de Gran Bretaña y decidió que había llegado el momento de cumplir con su deber. Arrojó las barras de hielo a la calle para evitar que pudieran seguirlo con los patrulleros y se tiró, corriendo en el sentido de la marcha. Los soldados oyeron el ruido del hielo contra el pavimento y fueron detrás del argentino, disparando al aire. Los empleados de las embajadas salieron a mirar lo que ocurría y vieron a Bertoldi que esquivaba guardias británicos como en una carga de rugby, mientras desplegaba la bandera y festejaba a gritos. Todos sintieron alguna simpatía por él cuando corría calle arriba, buscando desesperadamente un lugar donde poner la estaca que enarbolaba sobre la cabeza. Un suboficial alcanzó a tomarlo de la camisa, pero Bertoldi zafó y encaró derecho hacia un montículo de tierra que había frente a la embajada de Bélgica. Llegó justo cuando lo tomaban de una pierna y alcanzó a hundir el mástil sin que se le ocurriera nada memorable para gritar en ese momento. Un escocés de barba le dio con el fusil en la espalda y el cónsul se perdió en un revoleo de polleras y botas que lo pateaban sin piedad. No quería quejarse, ni pedir auxilio, y para evitar el dolor fijaba su pensamiento en la cara serena del general San Martín. Un guardia arrancó la estaca y se la tiró por la cabeza mientras otro lo tomaba de una pierna y empezaba a arrastrarlo por el asfalto. En ese momento cumbre de su existencia, Bertoldi apretó la bandera contra su pecho y se encomendó a Dios con la serenidad de un mártir.

Había bastante gente en la calle cuando la garita de la zona de exclusión reventó como un petardo. Las palmeras se sacudieron y una lluvia de dátiles y cascotes cayó sobre el bulevar. Bertoldi advirtió que dejaban de golpearlo y, sentado en el medio de la calle, vio a los británicos que salían corriendo para la esquina desde donde partía una humareda gris. Una alarma empezó a sonar dentro de la embajada británica y enseguida un camión de bomberos y una tanqueta antimotines salieron de la residencia de los Estados Unidos. Bertoldi se sintió abandonado por todos, como si lo suyo no tuviera ninguna importancia. Empezó a alejarse, un poco desencantado, cuando un negro que llevaba una Polaroid le pidió que clavara otra vez la bandera para hacerle una foto.

El cónsul estaba posando junto a la enseña patria, rotoso y dolorido, cuando vio a Daisy, que salía al jardín de la embajada. Su pulso se aceleró de sólo pensar que ella se acercaba a prestarle ayuda. Corrió a su encuentro sin advertir que entraba en territorio de Su Majestad y el único soldado que había quedado en la guardia lo apartó de un culatazo. Daisy gritó que lo dejaran en paz y el embajador de Italia, que pasaba corriendo hacia el lugar de la explosión, empujó al inglés que levantaba el arma. El cónsul aprovechó la intervención del commendatore. Tacchi para arrojarse sobre Daisy y estrecharla contra su pecho. El italiano, alarmado, corrió a poner a salvo a la señora Burnett y el guardia apartó a Bertoldi agarrándolo del cuello.

Al fin, Tacchi consiguió levantar en brazos a Daisy, qué había perdido un zapato, y la llevó hacia la galería. El cónsul, atropellado por los curiosos, decidió que había llegado el momento de emprender la retirada. El negro de la Polaroid lo alcanzó y le devolvió la bandera con una sonrisa.

– Felicitaciones -dijo, mientras sacaba una libreta de apuntes-, ¿Dónde se las mando?

– ¿Qué cosa?

– Las fotos. Recuerdo de guerra -el negro señaló la cámara. En ese momento una ambulancia entró en el bulevar haciendo sonar la sirena.

El cónsul miró al fotógrafo, indeciso, y le dio la dirección del consulado.

– ¿Qué pasó allá?-preguntó.

– Una bomba -dijo el negro, como si no le interesara.

– ¿Conoce al hombre que rescató a la dama?

Bertoldi asintió, confuso, y nombró al commendatore Tacchi. El fotógrafo le agradeció con una reverencia y fue a dejarle su tarjeta al guardia de la embajada británica.

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