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El teniente Tindemann detestaba la voz de Steve Wonder, así que ordenó a Kiko que pusiera cualquier otra cosa. El negro pasó por un radioteatro británico, un noticiero sobre las actividades del Emperador y se detuvo en Jacques Brel, que cantaba Comment tuer l'amant de sa femme. O'Connell frunció el ceño frente al fusil que, apuntaba y siguió recapacitando sobre la actitud del ruso que todavía llevaba consigo las cartas de Bertoldi. No creía que lo fusilara por su cuenta, sin consultar primero a Quomo, o al menos al cónsul Bertoldi, que se había puesto a salvo durante el combate. De todos modos le pareció prudente aclarar su situación y decidió entregar al soviético el informe que le había escrito a Quomo antes de salir del consulado. Le pidió atención empujándolo con el codo y señaló el crucifijo hueco que llevaba colgado del cuello. Al principio, Tindemann creyó que el otro quería encomendarse a Dios, pero cuando lo vio abrir la cruz y sacar un papel doblado, pensó que esa noche estaba de parabienes. O'Connell desdobló el documento y lo entregó al representante del Ejército Rojo.

El teniente leyó dificultosamente, pero entendió que un tal O'Connell había quedado al margen de la revolución al ser sorprendido por los soviéticos en la fiesta de la reina Isabel. Allí, el teniente Tindemann interrumpió la lectura, bajó el volumen de la radio y preguntó a su prisionero quién era O'Connell y a qué revolución se refería el papel. El irlandés señaló el nombre de Quomo y entonces el ruso recordó que Moscú ya había prevenido a la embajada sobre un posible rebrote del trotskoanarquismo.

Antes de seguir leyendo, Tindemann quiso saber que clase de droga le habían puesto los búlgaros en el paraguas. Se lo preguntó a O'Connell y le enumeró la de la euforia paralizante, la de la melancolía creativa y la de la angustia movilizadora. El irlandés reflexionó un rato y se decidió con un gesto por la de la angustia movilizadora. Tindemann le señaló, entonces, que de ser así no estaría mudo, sino sordo como una lombriz. Enseguida, para tranquilizarlo, agregó que el efecto desaparecería con el choque de una fuerte decepción amorosa o una intensa emoción política. Fue en ese momento que la voz de Jacques Brel se interrumpió bruscamente y Quomo lanzó su mensaje al proletariado de Bongwutsi.

O'Connell reconoció la voz como si fuera la de su propia madre. Entonces dio un grito tan fuerte que el teniente Tindemann, tornado de sorpresa, apretó el gatillo del fusil y perforó el techo. Para Kiko, que manejaba ensimismado, calculando cómo zafar de una situación tan enojosa, la palabra del comandante fue como un latigazo en la cara. Perdió él control del camión, salió de la ruta y fue a dar contra un cartel de Mobiloil. Los peones que iban en la caja saltaron al pavimento y se encontraron con Kiko que levantaba los brazos y gritaba el nombre de Quomo. El que tenía una oreja de menos propuso fusilar allí mismo al teniente Tindemann, que O'Connell había arrojado fuera de la cabina. En el suelo, maltrecho, el ruso atribuyó la alegría de los otros a su propia derrota, y se resignó a aceptar que los trotskistas siempre se alían con el imperialismo para traicionar al campo popular.

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