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La ciudad cambiaba de colores al capricho de las bengalas, por instantes se teñía de ocre, y luego viraba bruscamente a un azul que se degradaba en celeste, hasta que aparecía un amarillo intenso y más tarde un verde que parecía arrancado de la profundidad de la selva. Los frentes de las casas parecían arder y sacudirse entre los chisporroteos de las cometas y el estruendo de los tambores. Los monos avanzaron por las avenidas amontonando coches y los nativos que iban detrás los quemaban con antorchas y botellas de kerosene. El jeep del ejército británico quedó encerrado en una emboscada de miradas oscuras y el agente Jean Bouvard comprendió que no llegaría nunca a refugiarse en la embajada soviética. El teniente Wilson aceleró para subir a la vereda y aunque derribó algunos gorilas, quedó aprisionado en un colchón de pelambres viscosas que olían a excrementos y a tierra mojada.

Quomo llegó al arsenal derrumbado y mandó sembrar el camino de obstáculos. Lauri levantó la vista al cielo y pensó que esos fuegos de artificio celebraban un sueño cumplido. De lejos, con el sonido de los tambores, le llegó un aire de minué. Los monos y los negros corrían calle arriba como si el agua incesante anunciara el día del Juicio final. Chemir iba sobre los hombros del gorila rubio y el sultán, arrastrado por la corriente, tomaba de los brazos a los hombres y mujeres que pasaban a su lado y les preguntaba a gritos la dirección de la embajada de los Estados Unidos. Desde algún lugar partieron disparos y la gente se desbandó hacia los jardines del bulevar mientras los monos seguían avanzando por el medio de la calle. Como los otros, Lauri se tiró al suelo y se arrastró hasta donde estaba Quomo.

– Lo siento -dijo el comandante-, los argentinos acaban de perder las Malvinas.

– ¿Ya?

– Ese es nuestro próximo objetivo, Lauri, se lo prometo. La República Popular Socialista de Malvinas.

En el otro extremo del bulevar apareció el camión de Kiko atropellando escombros, llevándose por delante los tachos de basura. Sobre la cabina, O'Connell había instalado una ametralladora que escupía fuego contra los frentes de todas las embajadas.

– Ese es el irlandés -dijo Quomo-La historia lo absolverá.

– ¿Por qué está tan seguro?

– Porque yo seré su abogado. Corra, vaya a izar nuestra bandera en la embajada de Gran Bretaña.

– Creí que eso era privilegio suyo.

– Ya se terminaron los privilegios, compañero. ¿Se acuerda cuando me reprochaba vestirme en Cacharel?

– Me acuerdo. Discúlpeme.

– ¡Si usted pudiera verse la pinta, Lauri! Parece un negro rotoso.

– ¿En serio va a sublevar las Malvinas?

– Claro que sí. Debe haber patriotas allá.

– Lo dudo.

– Entonces lo mandamos a O'Connell.

Lauri se paró y vio a dos blancos y tres negros que desembarcaban del camión atravesado en la calle. Los negros tiraban contra la embajada británica mientras un blanco corría con una valija y el otro se paraba sobre el techo del Chevrolet y levantaba el puño izquierdo. A Lauri le pareció que estornudaba.

– ¿Quién es el de la valija? -preguntó.

– El cónsul de las Falkland -contestó uno de los negros que estaba a su lado-. Un hombre valiente que hizo la guerra solo contra todos los ingleses y cuando tuvo plata salió a repartirla entre el pueblo.

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