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Mister Burnett tenía el brazo agarrotado por el cansancio y la cabeza a punto de reventar, pero se sentía inmensamente feliz de haber abatido al amante de su mujer. Le llamaba la atención que nadie aplaudiera su gesto, pero cuando levantó la vista hacia la tribuna comprendió hasta qué punto la corrupción y la barbarie habían invadido ese país desde que Gran Bretaña lo dejó librado a su propia suerte.

El coronel Yustinov, con los pantalones bajo las rodillas, correteaba por las gradas con el embajador de Khomeini sobre los hombros. Herr Hoffmann, que siempre había detestado el alcohol, estaba sentado sobre la espalda de un camarero y se pintaba los labios con el lápiz de la señora Fitzgerald. Los otros diplomáticos se tiraban con maníes y canapés y también volaban algunos cigarrillos y papeles encendidos. En el último peldaño divisó a la esposa del embajador griego que tenía una mucama apretada entre las piernas y le acariciaba los pechos desnudos.

Mister Burnett bajó la vista, avergonzado, y se preguntó si había valido la pena comportarse como un gentleman para preservar el honor y la dignidad de la corona. Cuando por fin admitió que había pasado años ignorando la inmoralidad y cerrando los ojos a la traición de su propia mujer, sintió que se ruborizaba por haber sido tan ingenuo y a la vez tan íntegro. Por un momento estuvo tentado de mandar a incendiar todo, prender un fuego gigantesco que purificara esa ciudad corrompida por la ignorancia y la superchería. Vio pasar al italiano retorciéndose sobre una camilla y se preguntó si sería oportuno continuar la velada en tales condiciones. Fue hasta la galería para sentarse a pensar y se topó con un grupo de nativos tirados en el suelo que tomaban champagne y jugaban a los dados. Iba a sacarlos a patadas, pero uno de ellos, que le pareció el electricista, lo miró con los ojos extraviados por la borrachera y lo hizo retroceder.

Mister Burnett dio un grito para llamar a la guardia y tomó por el sendero de piedra que llevaba a su atelier. Estaba tan abatido que ya no se regocijaba por haber apartado de su vida al commendatore Tacchi. Encendió la luz y contempló con un dejo de tristeza la colección de barriletes de todos los colores que colgaban de las paredes. Había dejado años de su vida construyéndolos, siguiendo minuciosamente todos los cursos por correspondencia, pero nunca había logrado remontar ni uno solo, jamás había detectado una brisa capaz de arrastrar un papel de cigarrillo. El agregado de la Royal Air Force había hecho rastrear cada rincón del país en busca de un poco de viento, pero todo resultó inútil. Cuando Mister Burnett les preguntaba a los nativos, se daba cuenta de que ni siquiera sabían de qué les estaba hablando y tenía que soplar un fósforo para hacerse comprender.

En su juventud, cuando era ayudante de campo del gobernador de las Falkland, había llegado a odiar el viento que no paraba nunca; después, como una manera de desafiarlo, empezó a armar algunos barriletes que la tempestad se llevaba enseguida. Mucho más tarde, cuando el Foreign Office le propuso negociar la independencia con el emperador de Bongwutsi, creyó que se le presentaba una buena oportunidad para desarrollar su vocación y se llevó a Bongwutsi todos los, libros que los chinos habían escrito sobre el lenguaje de las cometas y las estrellas. En ese tiempo no se le hubiera ocurrido que Daisy correría a echarse en brazos de otro hombre mientras él trabajaba con las tijeras y la cola.

Abatido, Mister Burnett se dejó caer en un taburete y miró la pistola que tenía en las manos. Si se suicidara allí mismo, su gesto podría salvar de la vergüenza y el deshonor a la comunidad diplomática, pero, dudó de que los otros europeos estuvieran dispuestos al arrepentirse. Por más que él se sacrificara, el commendatore Tacchi, si salvaba la vida, seguiría siendo socialista y mujeriego, Herr Hoffmann y Mister Fitzgerald continuarían con el contrabando de armas y Monsieur Daladieu con el tráfico de diamantes. De cualquier modo, se no podía pegarse un tiro sin antes escribir una carta contando los motivos que lo llevaban a ese acto irremediable.

Abandonó el atelier y atravesó el parque cabizbajo par no ver lo que ocurría en la cancha de tenis. Oyó algunos gritos alocados y la risa histérica de una mujer. Sentado al borde de la piscina, remojándose los pies, encontró a un soldado que se había quitado el casco y pitaba un charuto. Fingió no verlo y entró al vasto salón donde habían estado cenando. Los nativos habían vaciado las botellas que dejaron los blancos y Mister Burnett recordó, con una sonrisa de compasión, la cara avergonzada del cónsul Bertoldi el día que los guardias lo sorprendieron llevándose un jamón bajo el impermeable.

Se preguntó qué habría sido del argentino y recordó que todavía no había llamado al banco para autorizar el pago de su sueldo. Temió que Bertoldi lo tomara por rencoroso y fue a su despacho a escribirlo en la agenda. Cuando entró, el teléfono estaba llamando.

– Teniente Wilson, señor. Parte de las novedades: el capitán Standford iba detrás del soviético, pero lo perdimos en el puerto. Alguien estuvo repartiendo dinero a montones allí.

– ¿De qué me habla, teniente? ¿Qué estuvo fumando?

– No quisiera equivocarme, señor, pero alguien está agitando a los negros.

– ¿Usted quiere decir un blanco?

– Sí, señor. Las tabernas están llenas y no creo que cierren esta noche. Hay muchos billetes de cien dólares dando vueltas por ahí.

– ¿Quién puede estar regalando plata, teniente?

– Me temo que no la regale, señor. Un francés de la Sureté dice que los comunistas le robaron una valija con un millón de dólares.

– Aja, y después los anduvieron repartiendo por la calle…

– Algo así, señor. Alguien dio una exhibición en el cine. Una persona que estaba allí dice que vio a un blanco cubriendo el piso de billetes.

– Qué me está contando, teniente…

– Se lo estoy pasando por escrito, señor. Tampoco aparecen Standford ni el ruso.

– Por Dios, teniente, qué clase de servicio de informaciones tengo.

– Es una mala noche, Mister Burnett. El francés dice que lo secuestró la guerrilla. Parece que el argentino está al frente de eso.

– Vaya, muchacho, preséntese a su superior.

– Es el capitán Standford, señor. Perdimos contacto con él.

– ¿Usted vio lo que está pasando en mi casa, teniente?

– Afirmativo, señor.

– Bien, ya que usted es el jefe de la guardia, quisiera conocer su opinión.

– Sin comentarios, señor.

– Adelante, hijo, hable.

– Bien, no me parece lo más adecuado para el cumpleaños de Su Majestad, señor. ¿Puedo saber si usted mandó seguir a un blanco durante la cena?

Mister Burnett hizo memoria un instante y anotó en la agenda: "ordenar que le paguen al argentino".

– Sí, a un tipo que se hacía pasar por paraguayo. Lo trajo el embajador de Italia.

– Encontramos a nuestro hombre con la cabeza rota, señor. Lo tiraron por una ventana.

– Bien, ¿qué quiere que le haga, teniente? ¿Sabe que acabo de matar a un hombre? Cuando usted llamó así, sin avisar, yo estaba por suicidarme.

– Lo siento, embajador. El commendatore Tacchi sólo tiene una herida en la pierna.

– No diga disparates, si le di en pleno corazón. Vamos, vaya a dormir un rato.

– Necesito algunos reflectores, señor. Es posible que Michel Quomo haya regresado a Bongwutsi.

– Mande encender los fuegos artificiales, entonces. Los nuestros deben estar desembarcando en las Falkland y merecen el homenaje.

– ¿Alguna otra orden, señor?

– Cumpla con su deber y déjeme tranquilo, teniente. Ahora cuelgue, que estoy esperando una llamada de Londres.

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