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– Pareces un príncipe en la corte de los milagros -dijo Florentine y dejó caer el monóculo.

Quomo llevaba el saco de Lauri y éste se había quedado en mangas de camisa, como Chemir. Los tres estaban empapados y sucios. Habían atravesado París en el subte y Florentine los hizo subir por la entrada de los proveedores. Ahora estaban en un reservado donde había sillones y monitores de video que vigilaban las salas de juego.

– ¿Tuvieron problemas con la Sureté ?

– Los Kruger están en París, Florentine. Sólo quisiera estar seguro de que la información no salió de aquí.

– Estás acusándome de entregarte, Michel. Eso es muy cruel.

– Tal vez tu galán necesitaba un poco de dinero.

– Es incapaz de eso, no le da la cabeza.

– En una de esas estuvo leyendo novelas.

– Lo único que ha leído en su vida son los números de la ruleta.

– Nos vamos a quedar aquí por un tiempo, Florentine No quisiera tener que arruinarle la cara a ese rufián.

– Ojalá te quedaras para siempre. Miráte al espejo, pareces un linyera. Y el pobre Chemir, todavía pensando en hacer revoluciones…

– No agachar más la cabeza -dijo Chemir como una letanía.

– ¡Pero a esta edad hay que ser más juicioso! Parece mentira que anden trepando paredes y corriendo como los chicos. Y usted, joven, ¿de dónde sale?

– De la Argentina, señora.

– De la Argentina, qué gracioso. Vayan que el baño está preparado.

Se ducharon mientras las mujeres entraban y salían desnudas, diluidas por el vapor. Una africana les alcanzó ropas secas y les indicó un lugar para vestirse. Sobre una mesa encontraron los cigarrillos y el dinero que habían traído con ellos.

– Duerma un par de horas, Chemir, y encárguese del sultán. Necesitamos ése avión. Asegúrese también de que la plata haya salido para Bongwutsi. No me gustaría que O'Connell esté soliviantando gente desarmada. Si tiene noticias de los Kruger, llámeme de inmediato.

– De acuerdo, Michel. Si se da una vuelta por la sala, no le molestaría jugarme una ficha al 17?

– ¿Cuánto?

– Cien francos, cosa de tentar la suerte. Si sale, ponga todo a primera docena y si se da hágame tercera columna y corone el 36,

– Si me indican dónde, yo me voy a dormir -dijo Lauri.

– Métase en cualquiera de las piezas desocupadas y si no quiere visitas cierre con llave.

– Claro que quiero. Hace meses que no toco a una mujer.

– Marque la cantidad y el color en la pizarra y métase en la cama. Este lugar es tan caro que las mujeres son obsequio de la casa.

Lauri caminó por un pasillo guiado por el aire de un minué. Hizo cincuenta metros y desembocó en un salón pintado de rojo, iluminado con arañas de bronce y decorado con frisos fin de siécle. La gente que estaba allí tenía al menos ochenta años. Las parejas se tornaban de las manos o se movían abrazadas al ritmo de la melodía. Mujeres con hombres, mujeres con mujeres y hombres con hombres, arrugados, frágiles, miopes y vestidos con sus mejores ropas de juventud. La cara del pianista parecía una calavera con unos pocos pelos blancos y sus manos lentas eran poco más que los huesos de un esqueleto unidos por el pellejo amarillo. Lauri dio un paso atrás y se quedó observando desde el corredor. Una camarera servía champagne y guindado. En un sillón cercano, una mujer de piel estirada y labios pintados besaba en el cuello a otra que tenía el cabello teñido y los hombros salpicados de manchas. Más allá, un hombre de bigotes como manubrios caminaba doblado y flaco como un alfiler de gancho y molestaba a los bailarines. Alguien lo apartó bruscamente y una mujer con los pechos caídos hasta la cintura fue a buscarlo y lo sacó de la pista de una oreja. El minué se encadenaba sin solución de continuidad y a Lauri le pareció, de pronto, que los ojos angustiados del pianista se agarraban a los suyos con desesperación. Entre las caras estragadas creyó ver la de un hombre calvo y pequeño, pensativo, que no parecía saber adonde iba, pero también vio la suya, como en una foto trucada o retocada.

– Parece que soñaran todavía., ¿verdad? -dijo a su espalda Florentine y pasó una mano sobre los hombros de Lauri.

– A mí me asustan -dijo él.

– Llevan mucho tiempo juntos. Se aman y se odian y podrían matarse entre ellos por algo que quizá piensen, pero no pueden decir. No pueden o no se atreven, no lo sé, no soy de ese mundo. Lo más conmovedor es que todavía sueñan, aunque ya no se hablan. Se han dicho todo lo que tenían que decirse, pero siguen viniendo para estar juntos, para hacer la cuenta de los muertos, de los desertores, de los fracasados. A veces traen una noticia esperanzada. El pianista es el que sonó el sueño más hermoso, pero despertó antes de saber cómo terminaba. Le dicen El Hombre de la Utopía Inconclusa y es el preferido de Michel. Es el creador del minué sin final, una pieza que abarca todo y no conduce a nada pero que los hace felices. Aquella es Rosa, la terca, la que se atrevió a discutirlo todo. Es muy sexy, ¿verdad?

– Pensé que éste era un lugar de diversión; un casino, o algo así.

– Lo es. Al otro lado hay ruleta y póquer. A la derecha están las piezas de las chicas. Venga que le voy a mostrar. Lauri se dejó conducir a través del salón. Le pareció que se llevaba con él la mirada suplicante del pianista utópico. Por una puerta muy angosta entraron a la sala de juego. Allí había gente de todos los continentes amontonada contra las mesas y Lauri oyó, mientras caminaba junto a Florentine, que alguien cantaba el 17.

– ¿Dónde conoció a Michel? -dijo ella.

– En un hotel de Zurich, una noche que se confundió de habitación.

– Eso no es nuevo. También yo lo conocí así y tuvimos un largo romance.

Florentine se sentó en la barra e hizo una seña al barman.

– ¿Fue hace mucho? -preguntó Lauri-. El la ama todavía.

– ¿Qué quiere decir eso si no lo tengo conmigo? Véalo, allá está, en la última mesa. Gana siempre, pero no le basta. En Baden-Baden tuvieron que cerrar dos mesas porque no había suficientes fichas para pagarle. Quomo decía que había que vengar al pobre Dostoievsky. Eso fue hace como treinta años. Me acuerdo porque cuando volvimos a Francfort, se compró la mejor ropa y se fue a pelear por la independencia de Bongwutsi.

– ¿Y el dinero?

– Es papel pintado para él. Creo que compraron armas, o sobornaron gente, no sé. ¿Qué hace usted con él?

– Lo sigo. Entre lavar platos en un restaurante y tomar el palacio imperial… Quizás un día venga a bailar con su pianista utópico.

– Todavía es demasiado joven para velar los sueños ¿Le mando un par de chicas a la habitación?

– Es muy generoso de su parte, Madame. Me encantaría que viniera usted misma.

– Todavía tengo la esperanza de arrinconar a Michel. Será otra vez, si no se ofende.

Lauri le besó una mano y fue hasta el pasillo central. Al pasar junto a la última mesa vio a Quomo que recogía las fichas con un cesto de papeles. La gente lo aplaudía.

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