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– …por lo que el señor Theodore O'Connell se manifiesta fervientemente solidario con la República Argentina en su disputa con Gran Bretaña y acude al consulado sito en la capital del Imperio de Bongwutsi, por mí atendido, con el propósito de ponerse al servicio de nuestro pabellón nacional y tomar las armas si fuera necesario para defender nuestra soberanía, como lo haría todo hombre de bien amante de la libertad y los ideales sanmartinianos. Al amparo de esta sede diplomática expresa qué desea adoptar la nacionalidad argentina y residir en el (futuro en territorio de la República, si le fuera posible en las recientemente reconquistadas islas Malvinas, jurando obedecer y defender nuestra Constitución y, agrega, los valores de la santa Iglesia Católica a la que dice pertenecer. Visto y considerando lo antedicho, la autoridad argentina en Bongwutsi le otorga el derecho de asilo por causa de persecución política y religiosa por parte de las autoridades británicas las que, dice, son indignas de considerarse civilizadas por el atropello colonial cometido" contra nuestra Patria y por la ocupación a sangre y fuego del territorio del Ulster. Firmado: Faustino Bertoldi, a cargo del Consulado General de la República Argentina en el Imperio de Bongwutsi.

– Perfecto. Ahora saque fotocopia de todo y entregue el pasaporte a las Naciones Unidas. Mándelo por correo, así evitamos discusiones.

– Justamente, voy a necesitar estampillas. ¿Usted no me prestaría cinco o diez libras…?

– Hay libras y dólares. Las libras están bastante bien hechas, pero a los dólares habría que arrugarlos un poco. A nosotros nos mandan los de las últimas planchas, cuando se van quedando sin tinta.

– Insisto: si todo es falso vamos a tener problemas.

– Apréndase esto, Bertoldi: "Ya no se trata de comprobar si una ecuación es verdadera o falsa, sino de saber si es agradable o desagradable a la policía, útil o inútil al capital."

– ¿Y eso qué es?

– Una observación de Marx.

– Pero cómo, ¿no me dijo que era católico?

– Lo cortés no quita lo valiente. Si todo sale bien usted va a ir a Buenos Aires en el avión que la revolución le va a expropiar al Emperador. Es posible que le pongamos su nombre a una calle o a una escuela de las que vamos a construir, como usted guste.

– Mire, O'Connell, en la Argentina no simpatizamos con los comunistas, así que le pido que me ahorre esos homenajes.

– Lo que podemos hacer entonces es expulsarlo como agente de la CÍA.

– Tampoco exageremos. Yo condeno públicamente al marxismo y a la subversión y ustedes me echan en un avión cualquiera.

– Délo por hecho. Alcánceme el bolso.

Cuando fue a levantarlo, el cónsul tuvo la sensación de que estaba clavado en el suelo.

– ¿Qué lleva adentro? ¿Piedras?

– El equipo completo. Como ando sin apoyo logístico tengo que arreglármelas solo.

– Así no va a llegar muy lejos.

– No crea, me las he visto en más feas. En Beirut, cuando rompimos el cerco de los falangistas, hicimos funcionar seis artefactos en cadena con diferencia de diez segundos. Pum, pum, pum, siempre solito. Eso sí, tengo un cronómetro de la NASA que le saque a un coronel israelí. Fíjese, vea, un Omega hecho especialmente. Sólo un novato se puede equivocar!

– Pero usted no es un guerrillero solitario, me imagino.

– Ahora estoy con el comandante Quomo. Cada vez que alguien golpea al imperialismo, ahí estoy yo.

– ¿Por qué no se va con los rusos, entonces?

– Pregúntele a ellos. Sin ir más lejos, en Somalia íbamos bien, teníamos a los etíopes cocinándose en el desierto, estábamos a un paso del triunfo y ¿qué hacen los rusos? Cambian de política, voltean al emperador en Etiopía ¡zas!, deciden que el campo popular está del otro lado El apoyo que nos daban en Somalia se lo pasaron a los etíopes para que nos liquidaran. Claro, los yanquis tuvieron que darse vuelta también, así que nos dejaron al medio. ¿Sabe la paliza que nos pegaron? Los americanos nos apretaban de un lado y cuando cruzábamos la frontera nos agarraban los tanques rusos. Un infierno, no se imagina. Estuve dos meses en las montañas de Eritrea hasta que bajé con unos beduinos al desierto de Sudán. Nunca pasé más sed en mi vida. Hice doscientos kilómetros a pie hasta que me encontré con el comandante Quomo, que me dio un camello y unas naranjas. Entonces nos dijimos: nunca más, basta de rusos.

– Para mí, rusos o chinos, son todos iguales. ¡Muéstreme los billetes!

El cónsul esperó que O'Connell revolviera en el bolso. La impaciencia no alcanzaba a ocultarle un vago sentimiento de culpa. Tomó el billete de cien flamante y se acercó a la ventana para verlo a plena luz.

– ¿Cómo sabe que son falsos?

– Por la trama. Además Franklin está como sonriendo ahí.

– Para darse cuenta habría que compararlo con uno bueno.

– No sé. En París me dijeron que Franklin tiene que estar más serio. Los que salen bien se los dan a Arafat o al Frente Saharaui. A Quomo siempre lo tiraron al medio.

– Pero, ¿no lo habían fusilado los rusos? Yo leí en el diario…

– Mentira. Está más joven que antes.

– Los ingleses no van a permitir que vuelva. Ni los rusos, ni nadie, en eso va a haber unanimidad.

– Usted se olvida del pueblo.

– ¿Qué pueblo? Si estos negros recién están aprendiendo a cepillarse los dientes…

– Los que me trajeron por la selva tenían adoración por Quomo.

– No se haga ilusiones: al primer cañonazo se desbandan como moscas.

– Bueno, para eso estoy yo aquí.

– ¿Para qué está usted, si se puede saber?

– Para que no se desbanden.

– No me haga reír. ¿Para cuándo es su revolución?

– Ni bien podamos comprar el arsenal del ejército.

– Con esa plata va a ser difícil. No son tan imbéciles.

– El comandante va a mandar de la buena, no se preocupe.

– Ustedes están por la dictadura, ¿no?

– Un Estado obrero y campesino.

– Acá, con este calor…

– Por alguna parte hay que empezar.

– Supóngase que me presta un poco de plata para irme. Usted se podría quedar con la casa.

– Es que yo necesito su protección.

– ¿Y eso hasta cuándo?

– Sólo unos pocos días. Hasta que la gente se subleve. Después no me va a ver más hasta el día que venga a llegarlo al aeropuerto.

– Yo no lo veo tan fácil.

– Nadie dice que sea fácil y usted lo sabe mejor que yo. Después de todo la guerra la empezaron los argentinos y no hago más que colaborar para que los ingleses vuelvan a su casa con la cola entre las patas.

– Sí, pero las Malvinas están lejos…

– No se puede ganar allá si no ganamos acá, Bertoldi. En cuanto a su metodología… El sistema kamikaze tiene un lado heroico, no lo voy a negar, pero también hay que ver los inconvenientes: mire cómo lo dejaron.

– Justamente: estoy cansado y quisiera acostarme temprano, así que si me va a invitar a cenar…

– Vamos. Hay que festejar las primeras victorias con humildad, pero con orgullo. Esa gente se va a acordar de usted por mucho tiempo.

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