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El capitán Standford vio la bandera de los Estados Unidos y se avalanzó sobre el Cadillac antes de que O'Connell acelerara. El irlandés, que lo había visto rondar por el salón de la embajada británica, tuvo un instante de duda al encontrarlo en medio de la calle, cubierto de polvo, con una manga del saco desgarrada y las cartas del cónsul bajo el brazo. Eludió un cuerpo caído en el medio de la calle y fue cuesta abajo, detrás del camión de los negros. Standford dejó la pistola en la guantera y se limpió la cara mientras murmuraba todas las variantes de insultos contra el África en general y contra Bongwutsi en particular. Por fin miró a O'Connell y le pidió un cigarrillo.

– Déjeme en la embajada -dijo-, el ruso se me hizo humo en el atentado.

O'Connell le pasó un Pall Mall, señaló el paquete de cartas casi deshecho, y lo interrogó con un gesto.

– ¿Esto? -la voz del inglés sonó fanfarrona-. Los Manuscritos del Mar Muerto, colega. Parece que los argies quieren traer la guerra hasta acá.

O'Connell miró otra vez y no tuvo dudas de que era el mismo paquete que el ruso le había quitado unas horas antes.

– ¿Adonde vamos con tanto apuro? La embajada es para el otro lado -protestó el capitán Standford.

El irlandés señaló adelante, e hizo como si disparara un revólver.

– No sea necio, si fuera por ustedes los rusos ya estarían paseándose por Las Vegas. En Washington piensan que los argentinos van a hacer la guerra solos, ¿no? -cerró el vidrio y encendió el aire acondicionado-. ¡Dios, así vamos a terminar comiéndonos entre nosotros!

De pronto, O'Connell vio que el camión, que no tenía luces de señalización, salía de la ruta y se metía en la selva. Levantó el pie del acelerador y la caja automática fue frenando el motor. Encendió los faros largos y vio un sendero de barro que se insinuaba junto al pavimento. Dobló como pudo y el coche se meneó entre el follaje hasta que las ruedas se hundieron en un charco. Standford había extendido los brazos y se apoyaba contra el tablero.

– ¡Oiga, qué hace! -gritó y perdió el cigarrillo. O'Connell intentó una maniobra a ciegas y el Cadillac empezó un trompo suave y silencioso hasta que dio de cola contra una palmera.

– ¡Maravilloso! -dijo el inglés y guardó la pistola-. Si en la CÍA son todos como usted es fácil entender por qué Fidel Castro sigue vivo.

O'Connell dio la vuelta corriendo por detrás del auto y abrió la puerta de Standford, que estaba juntando algunas cartas del piso.

Hubiera querido decirle que ya se encontraban en territorio libre de Bongwutsi, en África socialista, pero no le salió una palabra. De rabia, arrancó la bandera qué colgaba sobre el guardabarros, la tiró al suelo y le empezó a saltar encima. Standford lo miró con una mezcla de pena e indignación y pensó que por culpa de ese imbécil tendría que volver hasta la embajada a pie y sin impermeable.

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