Mientras atravesaba la explanada, el cónsul reconoció el Lancia de la embajada italiana que se había detenido frente a la entrada del palacio. Estuvo a punto de acercarse, pero advirtió que el commendatore Tacchi le suplicaba con un gesto que no lo hiciera. Se quedó un momento parado sin saber qué hacer y vio llegar, encolumnados, los autos de todos los diplomáticos occidentales. Una jirafa cruzó por el jardín y fue a perderse en el bosque. Sobre las flores volaban tábanos gordos como corchos. Recordó que la escarapela argentina había quedado en el fondo de un canasto de papeles y volvió sobre sus pasos. Los embajadores rodeaban a Mister Burnett, que fumaba una pipa y hablaba sin parar. La guardia del palacio presentaba armas mientras dos ordenanzas extendían un toldo sobre las cabezas de los blancos. Bertoldi se deslizó sigilosamente por entre las columnas y llegó al hall mientras los otros subían por la escalera principal. A la derecha, frente al óleo con la imagen del Emperador, reconoció la oficina donde le habían quitado la escarapela. Entornó la puerta, miró hacia afuera, y se arrodilló a remover papeles y colillas hasta que encontró la cinta celeste y blanca. La sopló para quitarle la ceniza y volvió a prendérsela en la solapa.
Cuando se puso de pie y se vio en el vidrio de la puerta, se dijo que era el único argentino en ese lejano rincón del mundo y por lo tanto el honor y la dignidad de la patria en guerra dependían enteramente de él. Salió de la oficina erguido, sudando, con la garganta seca, pero colmado de orgullo. Los embajadores ya no estaban a la vista, de modo que bajó por la escalera principal y sintió, sin necesidad de mirarlos, que los guardias levantaban las bayonetas para saludarlo.
Cruzó un jardín adornado por estatuas copiadas de Buckingham y enfiló por la ruta desierta. El asfalto se estaba derritiendo, pero el cónsul sabía que era peligroso salir a la banquina a causa de las serpientes.
Estaba llegando a una curva, cuando en la ruta apareció Un camión de la municipalidad. Era un Chevrolet 47 azul Con un solo guardabarros y la cabina llena de parches. Bertoldi se dio vuelta, agitó los brazos y se quedó en medio del camino esperando que se detuviera. El chofer, vestido con una remera de Camel, miró al blanco con curiosidad y le hizo señas de que subiera atrás. Bertoldi dudó un momento y corrió a trepar por la baranda. En la caja iban cuatro peones mugrientos, cubiertos con sombreros de paja. Uno, al que le faltaba una oreja, lo ayudó a subir tomándolo de un brazo. El cónsul fue a apoyarse sobre una pila de caños de cemento y se limpió la cara. Los negros lo observaban en silencio; el más joven le alcanzó una botella de agua y le indicó un cajón donde sentarse.
– Coche roto -dijo el que tenía una sola oreja.
– No -Bertoldi movió la cabeza-. Guerra.
– ¿Guerra? ¿Otra vez?-. Los peones se miraron entre ellos, inquietos.
– No, no aquí. Guerra mía -se tocó la escarapela y sonrió al escucharse hablar-. Argentina invadió Malvinas.
Los negros volvieron a mirarse sin entender. El cónsul tomó un trago y dejó que el agua le mojara la cara.
– Yo, argentino. Sudamérica. Británicos rendirse. Islas ahora nuestras.
– ¿Sudamérica invadir islas británicas? -los ojos del que tenía una sola oreja parecían a punto de reventar.
– Ingleses huir -asintió Bertoldi.
El peón que hablaba inglés vaciló un momento mientras sus compañeros seguían expectantes cada uno de sus gestos. Al cabo de un momento se dio vuelta y empezó a traducir atropelladamente. Los otros lo interrumpieron, varias veces, pero él siguió su relato acompañándolo con ademanes, ruidos e imprecaciones al cielo. Uno de los que escuchaban levantó la pala y la descargó varias veces sobre el techo de la cabina. El camión frenó, sacó dos ruedas del camino y se detuvo en medio de una polvareda. El conductor saltó al asfalto poniéndose el sombrero. El de una sola oreja le habló en su lengua mientras señalaba al cónsul, que se había puesto de pie.
– ¿Inglaterra rendirse?
Bertoldi asintió con un gesto solemne.
Los que estaban en la caja empezaron a discutir entre ellos. El que tenía una oreja de menos se acercó al cónsul y le puso una mano sobre el hombro.
– ¡Festejar! -dijo, e hizo el gesto de empinar el codo. El chofer, cada vez más excitado, fue hasta la cabina y volvió con la manija del arranque, Bertoldi creyó oportuno señalar que estaba sin un centavo.
– No plata -dijo y tiró hacia afuera los bolsillos del pantalón. Los nativos interrumpieron la charla y lo miraron con desconfianza. Abajo, el chofer daba golpes de manija sin obtener más que un breve carraspeo del motor.
– ¿No festejar? -se indignó el más joven.
El cónsul se dio cuenta de que le sería difícil explicar su situación. Levantó la vista y encontró las miradas atónitas de los peones.
– No plata -repitió y volvió a sentarse- ingleses robar todo. Hubo un instante de silencio hasta que el de la oreja se puso de cuclillas frente al cónsul.
– Firma -dijo, comprensivo-. Paga mañana.
Bertoldi lo miró a los ojos y vio el destello de una sonrisa. Asintió sin pensarlo, como para sacarse el problema de encima. Los negros se pusieron contentos de golpe y empezaron a dar burras a la Argentina, y el cónsul tuvo que levantarse a estrecharles la mano por segunda vez.
El chofer dejó la manija en la cabina y les hizo señal para que bajaran a empujar. Bertoldi se incorporó a desgano, pasó una pierna sobre la baranda y echó una mirada al paisaje de un verde intenso, enceguecedor. El chofer dio la orden desde la cabina y todos empujaron al mismo tiempo. El Chevrolet se movió y tomó la bajada. Cuando por fin arrancó con una humareda, el cónsul vio aparecer en la ruta, silencioso como una gacela, el Rolls Royce Silver Shadow de la embajada británica. Desde la banquina notó que Mister Burnett se volvía para mirarlo mientras encendía la pipa. "Ojalá no se lo cuente a Daisy" pensó, y subió al camión.