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En un primer momento, el cónsul temió que los nativos le arrebataran la plata, pero enseguida comprendió que estaban tan impresionados que no alcanzaban a distinguir entre la película que acababan de ver y la realidad que hallaron al encenderse las luces.

Al ver que lo seguían, pensó que iban a conformarse con acompañarlo por las calles del centro, pero pese a sus advertencias entraron detrás de él por los pasajes más angostos y oscuros. Sin la manija, la maleta le parecía doblemente pesada y difícil de llevar. Tenía que ir a la parada de ómnibus, pero antes debía sacarse de encima a los negros. Varias veces les preguntó qué demonios querían, y como no obtuvo respuesta, se conformó con insultarlos en español hasta que llegaron a la plazoleta del arsenal. Bertoldi aprovechó la luz para sentarse en un banco, junto al mástil, y arreglar la manija destartalada. Los negros formaron un semicírculo y se quedaron mirándolo, mudos, como si esperaran que les hiciera un discurso. El teniente Tindemann se ocultó detrás de un árbol, a espaldas del cónsul. El argentino se dijo que tenía que alejar a esa multitud antes de que la policía se acercara a curiosear. Entreabrió la valija y tomó al azar algunos billetes de cien. Los miró con pena, les arrancó las fajas selladas por el banco y los lanzó al aire como papel picado. Los nativos saltaron como sacudidos por una corriente eléctrica. Los que lograban atrapar un billete corrían calle arriba perseguidos por los que habían tenido menos suerte. Los demás, enredados en el amontonamiento, se debatían y peleaban, pero cuando el billete se rompía trataban de ponerse de acuerdo para ir a recomponerlo al mismo bar. Los marineros que custodiaban el arsenal oyeron el griterío y se acercaron al lugar dando voces de alerta y preparando las armas.

Dos papeles de cien, que no habían terminado de despegarse, planearon hasta los pies del teniente Tindemann. Los negros que llegaban corriendo tras ellos se frenaron a tiempo para evitar el paraguazo del soviético y se quedaron mirándolo con envidia. Tindemann se agacho, tomó los doscientos dólares y los guardó diciéndose que tal vez serían tan falsos como las libras que le había quitado al correo del Foreign Office.

El cónsul aprovechó la confusión para levantar la valija y deslizarse por la escalerilla de un barco cargado con plantas de tabaco que despedían un olor penetrante y dulzón. Mientras se escondía, escuchó los balazos que los guardias tiraban al aire y recordó, por un instante, su entrada triunfal a la zona de exclusión.

Los nativos se desbandaron y corrieron a refugiarse en la oscuridad. Algunos chicos quedaron en medio de la plazoleta, llorando, y las mujeres volvieron a buscarlos. El teniente Tindemann se arrojó al suelo, reptó por los canteros, entre las flores, y antes de esconderse detrás de la base del mástil recogió otro billete que flotaba sobre un charco. Había perdido la gorra y cuando se apartó el mechón de pelo embarrado que le cubría la frente, se dio cuenta de que era la primera vez que se encontraba bajo fuego.

Los guardias lanzaron otra salva de advertencia y los negros que se habían escondido detrás de los árboles se dispersaron por el puerto. El cónsul, oculto entre las hojas de tabaco, contó el tiempo que faltaba para la salida del ómnibus. Calculó que habría perdido tres o cuatro mil dólares para alejar a los negros, pero lo que más le preocupaba era la posibilidad de que se corriera la voz y salieran a buscarlo por toda la ciudad.

Al ver que los guardias de marina volvían a sus puestos, el teniente Tindemann fue a recoger la gorra y el paraguas y se fijó si el cónsul seguía por allí. Sabía que con la valija a cuestas no podía llegar demasiado lejos. Se acercó al farol y sacó del bolsillo todos los billetes que había juntado esa noche. Tanto las libras como los dólares le parecieron falsos, pero bien fabricados, y pensó que quizás no hiciera falta agregarlos a su informe.

Por la ruta de la costa apareció el Austin de Standford y por la avenida un coche de la policía. Ambos se cruzaron en la plaza y el patrullero fue a detenerse frente a la, guardia del arsenal. El teniente se aplastó contra el césped y vio a dos negros de uniforme que bajaban del auto con grandes linternas. Pensó que sería embarazoso para un oficial del Ejército Rojo tener que explicar por qué estaba chapuceando en el barro a esa hora de la noche. Buscó una vía de escape y se deslizó hacia el muelle, donde se topó con la escalerilla de un barco del que llegaba un dulce aroma a tabaco fresco.

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