Mientras volvía al hotel, Lauri trataba de darse cuenta si Patik estaba jugando con él. En todo caso, pensó, había unido bien y al día siguiente subiría a un tren escoltado Por dos gendarmes que lo entregarían en la frontera para comenzar con los interrogatorios y las huellas digitales, estaba cansado y no tenía ganas de hablar con nadie. Quería encerrarse y pensar, hallarle un sentido a la vida que había dejado atrás.
Cuando llegó a su habitación encontró la ropa en el suelo y la cama deshecha. La puerta estaba abierta y alguien había dejado un chicle pegado en el espejo. Se quedó un rato parado en el medio de la pieza sin saber qué hacer y sintió que lo invadía un sentimiento de inquietud. Estaba recogiendo la ropa cuando oyó a su espálela una voz conocida.
– Un tipo bien trajeado, pelirrojo -dijo Quomo-. Seguro que va a volver.
Lauri lo estudió un momento.
– ¿Usted lo vio?
– Cuando se iba. ¿Por qué no se viene a mi habitación? Tengo café recién hecho.
– No quisiera molestar.
– Venga, traiga la valija.
Bajaron un piso. En la cama, cubierta con una sábana, dormía la muchacha de pelo anaranjado.
– Pase-Quomo miró a la chica e hizo un gesto de asombro-. Vino a pie desde Holanda para participar en una marcha contra los misiles. ¿Se da cuenta? De Amsterdam a Zurich caminando… No tiene perdón. Espero que usted no sea de los que les gusta caminar.
– Pierda cuidado.
– Siéntese en la cama nomás; no hay nada que pueda despertarla. Pasamos una noche bastante pobre, pero qué le voy a reprochar si tenía los pies llenos de ampollas.
Sacó dos tazas del ropero y sirvió café de un termo.
– El tipo que le desarregló la pieza es un profesional. Estuvo sentado en la escalera hasta la medianoche. Cuando el reloj de la catedral dio las doce, se paró y se fue. No le importaba que lo vieran. Cuando fui a buscar el café me lo llevé por delante y el hombre se disculpó como un caballero. En fin, usted sabrá.
– ¿Se disculpó en alemán?
– En inglés. Una disculpa de Cambridge. De eso entiendo.
– En una de esas me confunden con otro.
– Esa gente vuelve siempre, así que si lo quiere agarrar de sorpresa quédese acá y vigile. De paso me hace un favor.
– ¿Qué favor?
– ¿Usted estuvo en Cuba?
– ¿Por…?
– Necesito un tipo con puntería y que sea de confianza. Usted me dijo que había manejado armas.
– Sí, pero…
– Entonces es la persona indicada. Venga, mire.
Lauri lo siguió hasta la ventana. Era noche cerrada y sólo se veían las luces de la ciudad y las lanchas en el lago. Quomo abrió el vidrio.
– ¿Ve el campanario de la catedral, allá?
– Está medio nublado.
– Allá, allá; siga mi dedo, entre el águila iluminada y el cartel de Coca Cola.
– Ah, ya veo.
– ¿Distingue la campana?
– Más o menos… Ahora sí, en verde.
– Es el efecto de la luz. Bueno, mire, necesito que haga blanco en la caja amarilla que hay al lado. Con la mira telescópica la va a ver.
– ¡Usted está loco!
– Qué le pasa… Nadie va a escuchar el tiro.
– No, ya tengo bastantes líos…
– ¡Hágame el favor!
– No insista, hoy los negros me tienen cansado.
– Eso no me lo esperaba… ¡Un revolucionario racista!
– Discúlpeme, pero hoy no entiendo nada… Primero me zamarrean en un restaurante, después un tipo me revisa la pieza y ahora usted me pide que dispare contra un campanario.
– No lo va a hacer gratis, le aclaro.
– ¿Ah, sí? Es la segunda vez en la noche que me proponen plata.
– Quién le propuso, si no es indiscreción.
– Su amigo Patik. Me invitó a cenar.
– ¡Me hubiera dicho! Esa persona no es seria.
Lauri miró la cama, adonde la muchacha se tapaba los ojos con un brazo.
– En Suiza no se puede disparar contra las catedrales, Quomo.
– ¿Quién dijo que no se puede? El ángulo de tiro es bueno y el arma es de precisión. Si tuviera buena vista lo hacía yo mismo y lo mandaba a usted a buscar el paquete.
– ¿Qué paquete?
– El paquete con la plata. Hay una cita nocturna en el muelle y alguien tratará de robar el dinero, como en las películas.
– ¿Termina bien?
– Depende de usted.
– Yo me voy mañana y no quiero problemas.
– ¿Tiene plata?
– Poco más de doscientos dólares.
– Yo le ofrezco irse con veinte mil.
– No me diga. Patik paga cincuenta.
– Está bien, pero déjeme decirle que su lenguaje se parece mucho al de un mercenario.
– ¿Dónde está la plata?
– Voy a buscarla mientras usted dispara.
– No creerá que soy tan estúpido.
– Ese es mi problema, no sé cómo convencerlo de mi honestidad. Es más: tengo que llevarme la valija y recién voy a poder darle la plata mañana en París. A usted lo van a mandar a Francia, ¿no?
– Espero que sí.
– ¿Qué le parece si almorzamos en el Procope? No se come mal, Robespierre y Dantón iban allí. Rué de l'Ancienne Comedie, ¿lo ubica?
– Suponiendo que dé en el blanco, ¿qué hago con la chica y con el tipo que me sigue?
– Ese es problema suyo. A ella puede llevarla a la estación. Si todo sale bien deshágase del fusil y preséntese en la prefectura. Esto va a ser un infierno y Patik va a venir con su gente. El perjudicado es él.
– Voy a la prefectura y les digo que adelanten mi expulsión… ¡Por favor!
– ¡Natural! Les dice que un amigo lo llamó desde París para ofrecerle un trabajo. El amigo se llama Chemir Ourkale, del restaurante La Belle Fleur y pueden llamarlo para confirmar. No es una mala historia.
– Si ese tipo existe…
– Dispare a las tres menos cinco en punto. Ni un segundo antes ni uno después.
Quomo fue hasta el ropero, sacó un maletín y lo abrió sobre la mesa. Envuelto en un paño marrón había un fusil desarmado. Era de un azul oscuro y brillante. El negro empezó a armarlo con movimientos rápidos y seguros.
– ¿No es una maravilla? Fíjese qué terminación. Debe ser frustrante fabricar esto: casi siempre se los utiliza una sola vez y enseguida van a parar al fondo de algún lago. Tome, no pesa más que un atado de cigarrillos. Pruebe la mira y dígame qué posibilidades tenemos.
Lauri fue hasta la ventana y apoyó la culata sobre un hombro.
– Alcánceme una silla.
Tiró la campera al suelo, se sentó, y puso el cañón sobre el marco de la ventana.
– Apague la luz.
Apretó un ojo contra la mira y buscó el campanario.
– No es fácil, la caja es chica y está muy oscuro,
– ¿Le pega o no le pega? -se impacientó Quomo, y encendió la luz.
– No sé, no puedo asegurarlo.
Dejó el fusil sobre la cama, junto a la muchacha, y se quedó un momento mirando el pezón que asomaba por encima de la sábana.
– Usted no se imagina cuántas cosas dependen de ese disparo, Lauri. Patik va a recibir un millón de dólares que vienen de Washington. Un hombre de los servicios franceses le va a entregar la valija al lugarteniente de ese canalla cuando el crillón dé las tres. Ayer me enteré del asunto y pensé que no sería difícil ganarle de mano si alguien podía hacer sonar las campanas un poco antes.
– No entiendo.
– ¿Conoce al empleado de Patik?
– Cuando fui a cenar había un tipo con él. Un sordomudo.
– ¡Ese! ¿Se da cuenta, ahora?
– No veo adonde quiere llegar.
– Para ir a buscar la valija, el sordo va a controlar la hora con su reloj. En cambio, el francés va a ir a la cita por las campanadas. Si las hacemos sonar cinco minutos antes, yo me adelanto, recibo la valija y me hago humo antes de que aparezca el sordo.
Lauri se tomó la cabeza.
– Usted está chiflado.
– ¿Porqué?
– Suponga que el francés mire el reloj.
– No. Póngase en lugar del tipo. Está en un auto o en una lancha amarrada al muelle. De pronto oye las campanadas. Mira el reloj y ve las tres menos cinco. ¿Qué piensa? Piensa me anda mal el reloj, no es posible que en Suiza den las tres antes de hora. Toda la industria relojera se vendría abajo. Por las dudas el tipo va al depósito, total el único riesgo que corre es el de llegar un poco antes.
– ¿Y el otro? Los sordos oyen vibraciones.
– Sí, pero éste es un tipo obediente. Le van a dar un reloj bien calibrado y por más vibración que sienta va a creer que son las montañas que se derrumban y va a esperar a que se le hagan las tres en punto. Entonces me quedan cinco minutos para desaparecer con la valija. ¿Qué le parece?
– No sé, Patik dice que usted es capaz de cualquier cosa.
– ¿Ya le contó la historia de los clítoris?
– Fue lo primero que hizo.
Quomo sonrió y rozó el cabello de la muchacha con una mano.
– ¿Y por qué no se la creyó?
– Porque no sabe contarla.
El negro estiró un brazo y le palmeó un hombro.
– ¿Almorzamos en París, entonces?
– Si usted lo dice… ¿Dónde queda Bongwutsi?
– Ni siquiera figura en el mapa. Tero desde allí vamos a sacudir a los descreídos del mundo.
Sentado al borde de la cama, Lauri disco la hora oficial y dejó el teléfono sobre la mesa. Después de despedirse de Quomo había cerrado la puerta con llave. A cada rato apuntaba el fusil hacia el campanario para familiarizarse con el blanco. A su lado, la muchacha dormía plácidamente, abrazada a la almohada. El argentino la miró de cerca: tenía unos pechos muy blancos, parados como vigías. Afuera, la ciudad era un friso cruzado de luces y las torres de la catedral se alzaban sobre los techos, iluminadas por los reflectores.
Mientras se acercaba la hora, trató de acostumbrar la vista a la mira. Podía ver la caja brillando junto a la campana, aunque no alcanzaba a distinguir sus contornos. Pensó que se estaba embarcando en una locura, pero al fin y al cabo los sueños de Quomo eran como un fantasma de sus propios sueños, y esa noche era la prolongación de otras noches. La voz del teléfono entraba en la cuenta regresiva. Apoyó la culata en el hombro y hundió el ojo derecho en el visor. Cerró el dedo suavemente sobre el gatillo y por un instante el mundo fue para él esa vaga mancha amarilla fija en su retina. Contuvo la respiración, tensó los músculos y disparó con un movimiento corto y seco.
Las campanas sonaron tres largas veces mientras Lauri dejaba caer su cabeza sobre el fusil. Las sienes estaban a punto de estallarle. Una sonrisa le iluminó la cara y miró de reojo a la muchacha que se había sentado en la cama.