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El día del atentado, a la hora de la cena, Daisy se sentó a la larga mesa del comedor y encontró, dentro del plato de porcelana, el prendedor que había perdido en la caballeriza y la foto en que el commendatore Tacchi la tomaba en sus brazos.

Mister Burnett llegó un momento después, la besó en la frente y se sentó a la otra lejana cabecera. Daisy dejó la foto sobre la mesa y envolvió el prendedor en el pañuelo. Después comieron en silencio. El teniente Wilson se presentó en medio de la cena y anunció que un gorila había entrado al parque de la embajada. Luego de aplastar las flores de los jardines y arrancar las frutas de la huerta para arrojarlas contra la guardia, el animal había destrozado las reposeras y las sombrillas y se había arrojado a la piscina. Ahora estaba atrapado en una red y la guardia esperaba órdenes.

Mister Burnett dejó la servilleta sobre la mesa y salió con el oficial. Los reflectores enceguecían al mono, que se debatía sobre el césped. Los negros se divertían mirando cómo los soldados se esforzaban por sujetar la red, pero corrían a resguardarse cada vez que el gorila intentaba levantarse sobre las patas.

Un jardinero afimó que se trataba de un animal viejo que bajaba a la ciudad por primera vez. Un soldado avisó que el furgón municipal estaba en la puerta y esperaba autorización para recoger al gorila. La señora Burnett había subido a su habitación del primer piso y seguía la escena desde el balcón. Cuando el animal gritó una larga letanía y levantó la cara y los brazos hacia el cielo tratando de ver más allá de las luces, Daisy creyó encontrar su mirada furiosa y desesperada. Sintió que su pecho se vaciaba, que no tenía piernas, ni brazos, ni lengua para gritar. Oyó a su marido vociferar sobre los rugidos del animal y vio que la gente vacilaba, inquieta. Los soldados bajaban las cabezas y los negros retrocedían a pasos cortos, cautelosos. Mister Burnett, inflamado de ira, le gritó al teniente Wilson; éste le gritó a su vez a un sargento de pantalón corto y los soldados corrieron a buscar sus fusiles. El gorila, enmarañado en la red, resbaló y cayó boca abajo. Estaba empapado y de sus labios brotaba una es puma macilenta. Había dejado de chillar y su cuerpo se estremecía con espasmos epilépticos. Dos soldados volvieron con las armas y Mister Burnett dio la orden de fuego. Hubo cuatro disparos, y luego una larga pausa en la que todos miraron en silencio la sangre que iba a teñir el agua de la piscina. Entonces Daisy aulló hasta quedar sin fuerzas. Dos mucamas corrieron a su habitación. Cuando abrieron la puerta, Daisy les pidió, casi sin voz que le prepararan una maleta de viaje.

Al regresar de la embajada de Gran Bretaña, el furgón le recogía los animales extraviados halló al cónsul Bertoldi dormido en el medio de la calle. El capataz que revisó las ropas del borracho encontró el pasaporte, los cigarrillos y una cantidad de libras que no había visto nunca. Los cuatro empleados decidieron sin disputa repartir-el dinero y los cigarrillos en proporción a la escala jerárquica y poner al cónsul sobre la vereda para que no lo atropellara un coche. Los tres hombres que se habían encerrado en la cabina del camión advirtieron lo que ocurría, y el de la cadera torcida salió a reclamar una participación en el reparto. Al cabo de una discusión que amenazaba con alborotar al vecindario, el capataz aceptó dátiles un billete de cinco libras a cada uno y llevarlos hasta el bar. El que parecía mejor alimentado levantó el pasaporte del suelo, le echó -un vistazo a la luz del camión y pensó que pegándole su foto podría entrar gratis a la cancha y hasta viajar en tren sin boleto.

Cuando Bertoldi se despertó, la calle estaba desierta y los grillos habían vuelto a cantar. Le dolía la cabeza y tenía la boca reseca, como si hubiera comido tierra. Buscó los cigarrillos, pero lo único que encontró fue el pañuelo arrugado. Al principio eso no le llamó la atención, porque había olvidado lo sucedido desde la borrachera anterior, pero luego, mientras caminaba hacia el consulado, pareció recordar que otros acontecimientos y otras gentes habían pasado por su vida en las últimas horas.

Al entrar en su despacho encendió una vela y vio, en di piso junto a la puerta, un papel doblado en dos. Reconoció el perfume y la letra menuda de Daisy, que le pedía que se reuniera enseguida con ella en la caballeriza de australianos.

Se dio una ducha y cuando fue a lavarse los dientes reparó en el otro cepillo y en un tubo de dentífrico que no era suyo. Entonces se acordó de las Malvinas y del irlandés. Se sentó al borde de la bañadera, con los ojos fijos en los azulejos, y se preguntó con qué pretexto había salido Daisy de la embajada. Al mirar el reloj llegó a la conclusión de que se trataba de algo grave, más grave todavía que la guerra, y lamentó no haber regresado a una hora más apropiada para recibir mensajes de urgencia.

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