El taxi los dejó en la puerta de Maxim's. En el trayecto, Lauri no se animó a preguntar nada sobre lo ocurrido en el palacete de Florentine. Le entregó a Quomo el dinero que había ganado a la ruleta y lo felicitó por su cumpleaños.
– No, no es hoy -dijo-. Nada que ver; ella confunde todas las fechas.
Se sentaron a la mesa y Quomo pidió entrada de palmitos con salsa golf. Mientras el camarero servía el vino, Lauri intentó abrir la conversación.
– La dama parecía simpática.
– Tuvimos un romance hermoso y desgraciado. Su marido había muerto en la guerra y nos conocimos en un tren. Ella iba a jugar al casino de Deauville y me pidió que la acompañara. Perdió cincuenta mil dólares en un rato y después, cuando yo los recuperé, fuimos a emborracharnos y a hacer el amor en la playa. Tenía mucho dinero, pero por principio se escapaba de los hoteles sin pagar. Conocía todos los trucos: el incendio, la inundación, la valija vacía… En ese tiempo trabajaba para la KGB y los yanquis la agarraron en Berlín, en el 67. Después hizo algún arreglo raro y la dejaron libre. Tal vez se haya retirado de la profesión, pero no podría jurarlo. Cuando los rusos llegaron a Bongwutsi sabían demasiado de mi vida sexual y siempre me quedó la intriga.
– ¿La ama todavía?
– Claro que sí. Me hubiera gustado quedarme un tiempo con ella, pero no estoy seguro de que no trabaje para algún servicio. Ese infeliz que regentea el casino haría cualquier cosa por dinero.
– En la mesa de al lado hay un árabe que nos mira mucho -señaló Lauri.
Quomo levantó la vista. El hombre llevaba un turbante con una piedra preciosa sobre la frente y aprovechó el cruce de las miradas para saludar al negro. La mujer que estaba con él era occidental y llevaba anteojos de secretaria.
– No lo recuerdo. ¿Está seguro de que no lo sigue a usted? -preguntó Quomo.
– A esta altura no estoy seguro de nada, pero nunca había visto un árabe de carne y hueso antes de venir a Europa.
– En todo caso el diamante vale una fortuna.
Quomo se quedó un momento ensimismado, hasta que probó el vino y se dirigió a Lauri.
– ¿Por qué salió de su país?
– Nos confundimos con Perón, leímos mal a Marx y pasamos por alto a Lenin.
– Eso es un error grave. A Marx yo lo hacía leer en las escuelas.
– ¿Y usted cuándo lo estudió?
– Cuando vine de joven a París. Me lo contó una amiga ugandesa.
– Qué le contó.
– Marx, completo, íbamos al jardín de Luxemburgo a las tardecitas, nos sentábamos en un banco y ella empezada: La sagrada familia, capítulo primero. Y me lo contaba. El capital, libro primero, volumen tres: Génesis del arrendatario capitalista. Nos quedábamos hasta la noche, comíamos un bocado en un bistrot y me seguía contando. Yo la escuchaba alucinado, imagínese, nunca había oído nada parecido. Después yo mismo di cursos y lo conté mucho.
– ¿Está seguro de que se lo contaron bien?
– No sea cínico. El conocimiento se transmite por la palabra, al menos entre nosotros. Cuando tomé el poder fui a dar una charla sobre La reproducción y la circulación del capital a la Academia de Artes y Ciencias de Moscú y los expertos se reventaron las manos de tanto aplaudir.
– ¿Nunca tuvo curiosidad de leerlo?
– Claro que sí, pero siempre había alguna revolución por hacer, y eso lleva tiempo. Marx dijo que había que dejarse de charlatanería y empezar la revolución. Eso está escrito en su tumba. ¿El árabe nos sigue vigilando?
– Aja, y parece bastante interesado.
– Hay que cuidarse de los musulmanes. Son fanáticos del orden.
– ¿Y qué pasa con usted? ¿Acaso no piensa imponer una dictadura del proletariado?
– Sí, pero contra el orden. En una revolución cada uno hace lo que quiere, menos explotar a los demás. Eso lo discutí mucho con los rusos.
– Es decir que usted propone el gobierno del desorden.
– Absolutamente.
– Pero para organizar la producción, por ejemplo, hace falta que las cosas estén en su lugar, que cada uno cumpla con su función, que todo el mundo trabaje.
– No señor, el que quiere trabaja, y al que no, se le garantiza la subsistencia.
– ¿Usted cree que con ese plan va a recibir ayuda de otras organizaciones?
– No soy tan iluso. Hablé con el IRA, con el ETA, con el Polisario, pero son todos iguales: generosos pero solemnes, aburridísimos. En eso debo confesar que estoy solo.
– No es muy alentador.
– Hay que cambiarlo todo, Lauri, hay que hacer una revolución que de ganas de hacer otras revoluciones.
– Eso no se consigue con cuatro tipos, Quomo.
– Pero se puede empezar. Después la gente se subleva aunque sea por curiosidad. Ni bien el irlandés haga un poco de ruido y las masas vean que los ingleses están ocupados en otro lado, se van a levantar. Ahora, si usted quiere abrirse, todavía está a tiempo. Con los cincuenta mil dólares que se ganó en el tiro al blanco tiene como para empezar una buena vida de ex revolucionario.
– ¿Cuándo piensa salir para Bongwutsi?
– Antes de que los británicos lleguen a las Falkland, pero para eso necesito un avión. ¿Qué me dice del árabe?
– ¿Qué tiene que ver?
– Hombre, un tipo con ese diamante en la cabeza no viaja por Air France. Vaya, llame a ver si soltaron a Chemir. Si lo encuentra dígale que prepare el plan sin alcohol.
Quomo le pasó una tarjeta. Lauri quiso preguntar algo más, pero advirtió que el negro tenía la cabeza en otra parte. Fue a la barra y pidió el teléfono. Al otro lado respondió Chemir.
– Entendido, señor -dijo-. Le aviso que el inglés sigue en circulación, lo acabo de ver cerca de Chátelet.
– ¿Qué pasó con usted?
– Conseguí escapar antes de que llegara la policía.
Lauri volvió a la mesa y aprovechó para saludar al árabe, que lo seguía con la mirada.
– Todo en orden -dijo.
A Quomo se le iluminó la cara.
– Seguimos con suerte. Pida la cuenta.
Lauri hizo una seña al màitre y encendió un cigarrillo.
– Usted que lo puede ver de frente, ¿cuánto le parece que pesa? -preguntó Quomo.
– El qué.
– El diamante.
– Ni idea, pero es grande como una nuez.
Quomo dejó cuatro billetes en la bandeja y se puso de pie.
– Disculpe la intromisión, Monsieur -dijo acercándose al árabe- pero me pregunto si no nos hemos conocido en Bagdad. Mi nombre es Michel Nakuto, industrial de Bongwutsi.
– Es posible -dijo el árabe, que no parecía sorprendido-. Sultán Alí El Katar, presidente de la Corte Suprema de Justicia de Kuwait.
– Ahora veo -dijo Quomo-. Es su fotografía en los diarios que me quedó grabada. Este es el señor Lauri, encargado de negocios de la República Argentina, desgraciadamente en guerra. Ahora le ruego que me disculpe…
– Un momento, Monsieur… ¿me concederían el honor de compartir un té con ustedes?
– Con todo gusto. Pero quisiera tener el placer de ser yo quien lo invite a tomar una copa.
– No, por favor, nada de alcohol para mí.
– Justamente, yo iba a sugerir un lugar donde se prueba el mejor whisky desalcoholizado.
– ¿Eso existe?
– Por supuesto, en Place des Vosges, un rincón propiedad para un puñado de amigos.
– ¿Sin alcohol?
– Solamente queda el sabor. El Islam no prohíbe el sabor a whisky, ¿verdad?
– Bueno… nunca me lo había preguntado.
Quomo abrió los brazos, miró a la mujer de anteojos y le dirigió una sonrisa luminosa.
– Permítanme que los invite, entonces. Tengo curiosidad por saber si además de haberlo visto en los periódicos, no nos conocemos de la Guerra de los Seis Días.
– ¿Usted estuvo allí?
– Como piloto voluntario, pero lamentablemente al quinto día de combate los judíos me derribaron en el Sinaí.
– Pida el coche, Mariè-Christine -dijo el sultán-. Si los suizos inventaron el café descafeinado, ¿por qué este hombre no puede haber descubierto el alcohol desalcoholizado?