El sultán El Katar llegó a su habitación del sexto piso apoyado en un hombro de Marie-Christine. Le hubiera gustado dormir hasta el mediodía, pero Trípoli esperaba su informe. Se limpió la cara con una toalla húmeda y dejó el turbante sobre la cómoda. Sospechaba que Quomo le había hecho beber algo inadmisible para el Corán y ordenó a su secretaria que le preparara un sitio en el living para decir una plegaria.
Marie-Christine fue a sacarse el maquillaje y volvió con una libreta de apuntes. El sultán destapó una lata de Seven Up, abrió la puerta del balcón y se sentó con la vista fija en el cielo encapotado.
– Envíelo en código Alfa 2 -dijo, y dictó sin dejar de mirar la lluvia-: "Confidencial Cancillería. Establecido contacto con comandante Quomo y agente argentino alias Lauri. Estrategia a confirmar: Argentina impulsa re belión en Bongwutsi con propósito crear nuevo frente de guerra lejos Falkland. Objetivo distraer unidades flota británica. Estrecha colaboración Ejército Republicano Irlandés. Imperialistas estrechan cerco. Ningún apoyo Moscú. Disponen dinero confiscado CÍA. Manifiestan urgente ne cesidad transporte. Mantengo contacto. Espero instrucciones. Alá es grande. Stop."
Marie-Christine arrancó la hoja con el mensaje, fue al teléfono y solicitó a la conserjería una cabina de télex. Luego buscó el libro de códigos y se sentó a traducir con los anteojos caídos sobre la punta de la nariz. El Katar fue a la antesala, cerró la cortina y se hincó con la cabeza entre las rodillas. Empezó a implorar perdón por sus pecados de esa noche, pero apenas había iniciado la oración cuando lo ganó una pesada modorra y se quedó profundamente dormido.
Sentados alrededor de la mesa, alumbrados por una sola lámpara, los tres hombres estaban en mangas de camisa y fumaban en silencio. Sobre un mapa de itinerarios de Air France, Quomo había trazado una línea recta que iba de París hasta un lugar situado en el medio del África. Chemir se había puesto anteojos y agachaba la cabeza como si examinara una hormiga. Cada tanto Lauri tomaba una aspirina para mantenerse despierto.
– Si aterrizamos en el valle nos vamos a encontrar con los pigmeos -dijo Chemir- Acuérdese lo que pasó la otra vez.
– Sí, pero les construimos un hospital y tienen que estar agradecidos, ¿no?
– No sé, los que vienen por acá hablan mal de usted.
– Al sur hay un claro de cinco kilómetros. Ahí se puede aterrizar.
– Pero entonces tenemos como ocho días a pie hasta Bongwutsi…
– No, la larga marcha no es para nosotros -dijo Quomo-. Nos tiramos en la selva, entonces. Acá.
Apoyó la punta de la lapicera sobre una línea azul.
– ¿Eso no es un río? -preguntó Lauri.
– El Boeing flota. Si nos dejamos llevar por la corriente entramos derecho al lago.
– ¿Usted cree que el árabe va a poder bajarlo en el agua?
– No, eso lo voy a hacer yo. Si confirmamos que El Katar es agente de Trípoli le podemos confiar el dinero, pero nunca el mando del avión: los pilotos de Kadafi son un desastre.
– ¿De dónde saca que ese hombre viene de Libia? -Se ve de lejos. Habló de desbancar a la Coca-Cola y en Arabia Saudita la Coca-Cola está prohibida hace años.
– ¿Qué hacemos entonces?
– Seguirle el juego hasta ver lo que quiere.
– Tenemos que irnos, Michel -dijo Chemir-, está por pasar el patrón y si nos encuentra aquí vamos a tener que pagar la consumición.
Quomo miró el reloj y se levantó. Lauri tomó lo que quedaba de su whisky y lo imitó, aliviado.
– Vamos, Chemir, mañana temprano tenemos mucho que hacer.
– No puedo, tengo que esperar al dueño para entregar- le la caja.
– No, se terminó, usted no se deja explotar más en este lugar ni en ningún otro. Venga con nosotros al hotel. Paga la República Socialista de Bongwutsi. De paso llévese un par de botellas de whisky.
– El patrón es buena persona, Michel, no le puedo hacer una cosa así.
– La revolución ya empezó, mi querido Chemir. No más servilismo en París. ¿No es eso lo que quería?
– No agachar más la cabeza.
– Nunca más.
Chemir hizo dos pasos arrastrando la pierna, se quitó la chaqueta de camarero y la tiró sobre una silla.
– De acuerdo, Michel. Que Dios nos ayude.
– Somos ateos, Chemir. Tampoco en eso hemos cambiado.
– Pero estamos más viejos, ¿verdad?
– Yo no. No me lo puedo permitir. ¿Recuerdas la consigna?
Chemir esbozó una sonrisa nostálgica y los ojos se le pusieron aguachentos.
– Vencer o morir -dijo por lo bajo, y sonrió con los pocos dientes que le quedaban.
Lauri sintió que algo se movía dentro de él. Salió a la calle, bajo la llovizna, y pensó que todavía estaba a tiempo de alejarse de allí para siempre.