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O'Connell pasó del museo a la sala de billares y de ahí, por un pasillo, a la biblioteca que Bertoldi le había señalado en el plano. De vez en cuando prendía la linterna para situarse y avanzaba siguiendo los dibujos de la alfombra. Atravesó un corredor que comunicaba varias oficinas, y por fin ubicó la sala de música y luego un dormitorio. Empezó por revisar entre papeles, fotos y postales, y siguió por los cajones de la ropa blanca. Daisy aparecía tan hermosa en los retratos, y los corpiños eran tan abundantes, que O'Connell se detuvo un instante a envidiar al cónsul. Continuó por el ropero y luego separó uno a uno los libros y los discos. Al fin, entre los ejemplares de la colección 1981 del Times Literary Supplement, encontró un paquete de cartas escritas con letra vacilante. Estuvo tentado de echarles una mirada, pero recordó que su padre le había enseñado a considerar la escritura no impresa como un secreto del alma. Guardó el paquete entre la camisa y el chaleco, y volvió al pasillo con la linterna encendida. Calculó que la cena ya habría comenzado y temió que Mister Burnett notara su ausencia.

Al salir levantó la luz y descubrió la oficina del agregado naval. Puso la linterna en un bolsillo, lo pensó un momento, y le pareció que era un buen lugar para colocar el explosivo. Entornó la puerta y vio el resplandor de la piscina a través de un vidrio salpicado por la lluvia. Preparó trotyl, le agregó un reloj calibrado y disimuló el bulto bajo la biblioteca. Iba a salir de la oficina cuando percibió una luz en el pasillo. Contuvo la respiración, pero sólo pudo oír la lluvia y el tic tac de la bomba. Se preguntó si el agente de seguridad inglés podía haberse recuperado tan rápido, o si lo habían encontrado en el jardín y ahora eran otros quienes lo buscaban. Fue hasta la ventana, corrió la traba y la abrió. Más allá de la piscina vio las sombras apuradas de los blancos que corrían bajo la lluvia. Cuando desaparecieron de su vista, escuchó a un nativo que llamaba a otros y les avisaba, alborozado, que por fin habían llegado las armas. Otros negros aparecieron corriendo por el parque, conversaron un momento entre ellos y fueron detrás de los blancos. O'Connell miró su reloj y comprobó que apenas había pasado media hora desde su ingreso a la embajada. De pronto oyó un ruido en el despacho contiguo. Avanzó en la oscuridad, levantó el seguro del revólver y sostuvo el paquete de cartas que se le resbalaba entre la ropa. La oficina del agregado militar de la OTAN estaba cerrada, pero O'Connell sintió que alguien se movía al otro lado. Retrocedió, crispó el dedo sobre el gatillo y abrió la puerta de una patada.

Subido al rellano de la ventana, el teniente Tindemann se disponía a bajar por una cuerda que había atado en el pie de la caja fuerte. Arrodillado, con la cámara fotográfica al cuello y un paraguas en la mano, el soviético esbozó una sonrisa incómoda y abrió los brazos para mostrar que estaba desarmado.

– Quédese con el rollo y olvidemos el asunto -dijo.

– La soga -pidió O'Connell-. Déme la soga.

El teniente Tindemann hizo un gesto de sorpresa. La linterna le daba en los ojos y le impedía ver a su interlocutor.

– No puede colgarme acá -dijo-. Todos los embajadores me vieron en el salón.

Desde afuera llegaron los estampidos de las pistolas. O'Connell se precipitó a la ventana. Apenas insinuadas por el resplandor, distinguió dos siluetas de pie bajo las gradas de la cancha de tenis. En la galería varios sirvientes negros se servían champagne y vaciaban las botellas de vino en cantimploras. Reían, y un camarero gritó "¡Mister Burnett se jodió!" al mismo tiempo que repartía bocaditos en la fuente de plata.

El teniente Tindemann aprovechó el momento de distracción y movió lentamente el paraguas hasta colocarla: punta a un centímetro de la nuca de O'Connell. Cuando el irlandés se volvió para comentar lo que veía, sintió que algo filoso como un aguijón se le clavaba en el cuello. Su primer reflejo fue de desconcierto, pero cuando quiso expresarlo advirtió que se había quedado sin voz. Una súbita pereza le bajó hasta las piernas, mientras en su mente se agolpaban los mejores momentos de su vida revolucionaria.

– ¿Quién cayó? -preguntó Tindemann, y se acercó a la ventana.

"Se sublevaron los negros", pensó el irlandés y se deslizó al piso. El teniente lo sujetó de un brazo y lo acomodó contra la caja fuerte. O'Connell vio, como entre sueños, que el ruso retrocedía y le alumbraba la cara. Entonces lo ganó un sentimiento de infinito bienestar y pensó en Quomo y en el levantamiento popular. Sintió que el corazón le latía con fuerza y tuvo ganas de salir al jardín a unirse a los revolucionarios. Imaginó que pronto comenzaría la marcha hacia el palacio imperial y lamentó haberse quedado sin energía y sin voz para aportar su experiencia. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero no supo si era de impotencia o de alegría. A su lado todo se hacía difuso. Oyó dos disparos más, casi simultáneos, y apenas pudo levantar la vista hacia la ventana. Se preguntó si la presencia allí de un oficial ruso significaba que Moscú apoyaba la revolución y respondió al interrogatorio del teniente Tindemann para hacerse una idea. ¿Reconocía ser el jefe de la misión militar de la OTAN en Bongwutsi? Movió la cabeza hacia los costados y la sintió pesada como una piedra. ¿Sabía dónde se encontraban las copias de los informes cifrados que Mister Burnett enviaba a Londres? Negó otra vez. ¿Conocía el plan de desembarco británico en las Falkland? De nuevo no.

Tindemann empezó a pensar que los búlgaros se habían confundido al entregarle el paraguas: tal vez en lugar del de la droga de la verdad, le habían dado el de la euforia paralizante. Para confirmarlo hizo a O'Connell una pregunta de respuesta obvia: ¿reconocía ser súbdito de la corona británica? O'Connell volvió a negar con un ojo perdido en el techo y el otro apuntando al cesto de los papeles. El soviético maldijo a los servicios de Bulgaria y pensó que debía bajar de inmediato si quería llegar a tiempo para tomar una foto del duelo.

Miró hacia la cancha de tenis donde los embajadores cargaban las armas. Tenía que deshacerse del británico y le pareció que lo más adecuado seria arrojarlo por la ventana. Lo arrastró por la alfombra mientras O'Connell lo miraba, decepcionado, pensando que los soviéticos empezaban con las purgas aun antes de la victoria. El teniente lo enderezó, le pasó las manos por debajo de los brazos y tocó, a través del chaleco, el paquete con las cartas del cónsul Bertoldi. Tuvo un momento de duda y luego una corazonada. ¿Se había topado, acaso, con el propio correo del Foreign Office? Dejó caer el cuerpo, prendió la linterna y le miró la cara. Estaba seguro de que alguna vez Moscú les había enviado la foto de ese hombre. Se arrodilló, agitado, y le quitó el paquete; al azar tomó una de las cartas y la leyó con la misma dificultad que siempre había tenido para el inglés. Encontró un verso en el idioma de los cubanos y algunos nombres que seguramente serían seudónimos. Revisó otros manuscritos y vio que todos estaban dirigidos a Daisy, que bien podía ser la clave de Margaret Thatcher. Las diferentes firmas no podían confundirlo: Faustino, Bebé, Gatito Goloso, le revelaban la remanida treta de la carta de amor. Había descifrado decenas de ellas en Birmania, Irak y Angola. Guardó el paquete y revisó los bolsillos de O'Connell. Encontró algunos restos de cables, dos relojes de cuarzo, un plano hecho a lápiz y cincuenta libras que de inmediato reconoció falsas.

Se guardó todo, recogió el revólver, y apagó la linterna con la convicción de que había encontrado algo que interesaría a la KGB. Enderezó otra vez el cuerpo desbaratado del irlandés, lamentó sacrificar semejante fuente de información, y lo empujó por el hueco de la ventana.

Mientras caía, O'Connell pensó que de todos modos el cónsul no tendría nada que temer. A esa altura Mister Burnett ya debía estar camino al pelotón de fusilamiento.

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