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Quomo ordenó a Kiko y al gorila rubio que condujeran las columnas hacia el palacio imperial. El irlandés parecía dispuesto a destruir todas las embajadas y disparaba como un poseído desde el techo del camión. El peón de la oreja cortada acarreaba baldes de agua para enfriar la ametralladora, y el otro insertaba los cartuchos subido al capó mientras un grupo de monos observaba la escena tapándose los oídos. Cuando terminaban de demoler una fachada, avanzaban el Chevrolet unos metros y empezaban con la siguiente. Cuando le tocó el turno a la de los Estados Unidos, el sultán El Katar esperó a que el frente estuviera en ruinas y luego pidió un alto el fuego para ir a tomar algunos rehenes por si el ejército lanzaba un contraataque. Quomo lo miró quemar la bandera de las barras y las estrellas y luego subir la escalinata con aire arrogante y un tanto inexperto. Ya nadie respondía los tiros y las calles se llenaban de gente que hacía fogatas y bailaba.

Lauri vio alejarse al cónsul que levantaba un puño cada vez que se cruzaba con un negro y volvió sobre sus pasos. En el salón de fiestas de la embajada británica los gorilas ocupaban las mesas del banquete y vaciaban las fuentes de plata y las botellas de champagne. Alguien había puesto en marcha el generador de electricidad y una sinfonía de Mozart daba un aspecto solemne a los pesados movimientos de los comensales. Lauri cerró los ojos unos instantes y cuando los abrió encontró la misma escena, apenas modificada por camareros que entraban con trinchantes de carne asada y montañas de ensaladas y postres helados. El argentino pensó que tal vez Quomo había soñado todo eso con tanta intensidad que nadie podría escapar de ese espacio estrecho e inasible en el que todo era verosímil todavía. Mientras se acercaba al bulevar, volvió a escuchar el minué inconcluso en medio del tam-tam de los negros y la metralla obsesiva de O'Connell. Al otro lado de la calle, trepado a la estatua del Almirante Wellington, Quomo daba instrucciones y llamaba a las primeras asambleas. Kiko y Chemir llegaron con el jeep que había sido del teniente Wilson y el comandante saltó sobre la cabina descubierta. Lauri corrió para alcanzarlos temiendo que ya se hubieran olvidado de él. Chemir se inclinó y le tendió una mano para ayudarlo a subir.

– ¡Avísenle al irlandés! -gritó Quomo-: ¡Vamos al palacio!

Kiko manejó entre la multitud que arrancaba estatuas y se llevaba a los caídos.

– Ahora el enemigo va a ganarnos muchas batallas y por mucho tiempo -dijo Queme-. Espero que O'Connell haya gastado bien la plata. Vamos a tener que resistir hasta que los tiempos cambien y los blancos vuelvan a creer en algo.

– ¿Por qué se pone pesimista ahora? Ganamos, ¿no?

– Sí, pero no es suficiente, Lauri. Todavía nos quedan por hacer muchas cosas más: sublevar las Malvinas, hacer cornudo al príncipe de Gales, desalcoholizar el whisky, vender Play Boy en Teherán, desmoralizar a los japoneses, sacarles a los pobres el orgullo de ser pobres…

– ¿Lo vamos a hacer?

– Es más fácil descubrir el secreto de la ruleta, le aseguro. Pero alguna vez alguien lo hará.

– No agachar más la cabeza -dijo Chemir.

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