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Entre tantas valijas amontonadas en el depósito, el cónsul temió no encontrar la suya. Dedujo que el botones era miope porque se tropezaba con bolsos y trofeos de caza mientras apartaba todas las maletas oscuras y se agachaba a mirarles de cerca el número de consigna. Bertoldi recorrió la pila con ojos ansiosos hasta que descubrió un bulto azul con el cerrojo saltado. El corazón le dio un vuelco y mientras levantaba un dedo tembloroso para señalar el lugar, sintió un súbito dolor en las muelas. El empleado se acercó, comparó el número del ticket con él de la etiqueta y empezó a tirar de la manija como si quisiera hacer avanzar a un elefante. Bertoldi saltó por encima de la balanza y quiso darle una mano.

– ¡No blanco adentro! -gritó el botones y Bertoldi se mordió los labios pensando que era la segunda vez en la noche que un negro lo echaba de alguna parte. Volvió al otro lado del mostrador y observó los forcejeos del hombre con las manos crispadas. Por fin la maleta zafó, aplastada y deforme, y el negro la echó sobre el mostrador. Bertoldi vio, con alivio, que la otra cerradura seguía en su lugar y fue hasta el ascensor cargando las dos valijas.

El gerente le dio otra vez la bienvenida, como si fuera un viejo cliente y le ofreció una habitación con vista al lago. El cónsul pidió que le reservaran un lugar en el ómnibus para Tanzania y dejó que le subieran el equipaje mientras terminaba de llenar la ficha.

Una vez en la habitación puso la ropa a secar, abrió la valija y se sentó a mirar los billetes. Estuvo inmóvil un cuarto de hora y luego cambió de posición para contemplarlos desde otro ángulo. Las muelas habían dejado de molestarlo y se sentía protegido y sereno. Encendió un cigarrillo y abrió la maleta que había traído del consulado. Puso el retrato de Estela sobre la mesa de luz y le prometió que regresaría a buscarla antes de que echaran sus restos a la fosa común. Sintió que su voz sonaba poco convincente, y se enmarañó en explicaciones hasta que sonó el teléfono y el conserje le avisó que su pasaje a Dar-es-Salaam estaba confirmado. Colgó y se quedó en silencio con los ojos cerrados. Imaginó la bronca de Mister Burnett, de plantón frente al consulado, esperándolo en vano, para exigirle la capitulación, y se puso a tararear Chau, otario. Se vistió y guardó un fajo de billetes en un bolsillo. Luego puso un poco de ropa junto a la plata y cerró la valija azul con cuidado. Pensó que era hora de probar el pulpo y la langosta con una botella de blanco del Rhin, y bajó al comedor.

El salón lo desilusionó un poco: había demasiada iluminación y la música estaba muy fuerte. En el centro; una fuente despedía luces de colores que teñían las caras y las ropas de los comensales. El maítre lo acompañó a la barra y el cónsul eligió un gimlet porque le sonaba de alguna parte. La mitad de las mesas estaban vacías, pero varias tenían puesto el cartel de reservadas. Al otro lado de la barra, bajo un cuadro con una escena de caza, estaba la adolescente casi desnuda que había visto las otras veces en el hall. Tenía el pelo abandonado y rubio como el de una muñeca y por los labios entreabiertos asomaban los dientes como pastillas de menta. Los pechos cabrían en las manos de un chico y en las piernas bronceadas chispeaba! una pelusa dorada y suave. Una gota de agua o de sudor le brillaba entre las cejas. Estaba sola con su refresco, mordiéndose las uñas, y el cónsul tuvo la impresión de que lo miraba con ojos de ballena encallada.

Pidió otro gimlet y se preguntó si la muchacha tenía edad para andar sola por el mundo. Recorrió el salón con la vista para estar seguro de no tropezar con algún diplomático y la miró con una sonrisa que quería ser sugestiva. Se sorprendió al ver que ella le devolvía el gesto escondida detrás del vaso de Pepsi y no supo qué hacer. Su respiración se aceleró y miró en el espejo el traje ordinario y arrugado. Se deslizó del taburete y rozó el piso con la punta de los zapatos mojados, como si temiera que se escucharan sus pisadas. La adolescente mordió el vaso y estiró el cuerpo para mostrar las puntas de los pechos. Bertoldi presumió que sólo estaba jugando, pero ya caminaba hacia ella con el gimlet en la mano y cinco mil dólares en el bolsillo. Cuando se sentó a su lado, la muchacha volvió a sonreír y lo miró de arriba abajo.

– ¿Puedo invitarla con algo más estimulante? -dijo el cónsul y señaló con una mueca la botella de Pepsi. La adolescente lo miró, divertida, y respondió con un susurro:

– Champagne, si le parece.

El cónsul lo pidió con un gesto aparatoso a un hombre de chaqueta negra sin advertir que no era el barman, sino el cajero. Luego señaló otra mesa, más íntima, y la adolescente se levantó apartándose el pelo de la cara. Las pulseras eran lo más abrigado que llevaba y se movía como si el mundo tuviera que detenerse a verla pasar. El cónsul la dejó avanzar, le miró las caderas redondas, y se puso a buscar un tema de charla que no sonara a desilusión.

La muchacha eligió un lugar junto a la fuente y dijo un nombre sueco o danés casi sin mover los labios. El cónsul estuvo a punto de tenderle la mano, pero se contuvo y se presentó con un nombre cualquiera. Estuvieron un rato en silencio, sonriendo, hasta que el camarero dejó el balde y las copas sobre la mesa. Bertoldi lo despidió con un gesto y tomó la botella con una servilleta. Había empezado a aflojar el corcho cuando tuvo la sensación de que desde las otras mesas se volvían para mirarlo. Quizá eran las ropas ordinarias o sus gestos torpes los que llamaban la atención, pero ya no recordaba con qué movimientos se abría el champagne. Forcejeó un momento, tratando de mantener la conversación y una sonrisa, hasta que el corcho saltó con un ruido que quedó flotando en el salón y los comensales volvieron a sus platos y a sus murmullos monótonos. El cónsul llenó las copas hasta la mitad, como supuso que debía hacerse. Un delgado hilo de agua corrió sobre la etiqueta del Cordón Rouge y fue a caer sobre el pantalón, mientras la muchacha miraba al cónsul como quien hace un hallazgo curioso.

– ¿Hace mucho que está en este basural? -preguntó y prendió un cigarrillo largo y muy fino.

Lo suficiente para arruinar a un hombre -respondió Bertoldi y levantó su copa-. Permítame brindar por este encuentro.

Chocaron las copas y bebieron sin apuro. También ella daba la impresión de escapar de algo.

– ¿Trabaja de guía? -preguntó la adolescente por decir algo.

– No, si yo me pierdo hasta en el jardín.

– Déjeme adivinar entonces… ¿Negocios? No, no tiene cara… ¿Se puede saber de dónde sacó ese traje?

– ¡Ah! -el cónsul se miró el saco de botones descosidos-. Es que no me gusta presumir…

– ¿El que tiene plata hace lo que quiere?

– Algo así.

– No le creo. Parece que viniera de la guerra.

El cónsul se rió y miró a los costados.

– Soy argentino -dijo orgulloso, pero la adolescente no parecía enterada-. Y usted, ¿qué hace aquí?

– No creo que le interese.

– Me interesa.

– Bueno… Suponga que llegué a Bongwutsi con un conjunto de rock a buscar sonidos nuevos y que los negros se comieron a los otros…

– Está bien. ¿Por qué no?

– Suponga, si no, que tuvimos una discusión por celos, y esas cosas, y que a la baterista se le fue la mano con el whisky y con el porro. Cuando se despertó los otros habían tomado el avión sin ella.

– De acuerdo, siempre hay un avión que se va sin nosotros.

– ¿Me cree?

– Claro que le creo. ¿Qué le parece si cenamos y me cuenta toda la historia? Hace tiempo que quiero probar la langosta.

– Usted parece Donald Sutherland después de un terremoto. ¿Lo ofendo?

– Para nada. ¿Quiere ver el menú?

– Arriba hay un comedor más privado. ¿Nos alcanza la plata?

– Nos sobra. Podemos tirar manteca al techo, si quiere.

– Yo canto contra la gente rica. ¿No le molesta?

– ¿Por qué? Me gustaría escucharla.

– En una de esas… Cuando tomo mucho hago tonterías y después no recuerdo nada. Sobre todo si necesito un billete de avión.

Sentada parecía toda desnuda. El cónsul se levantó sonriendo y fue a guiar el movimiento de la otra silla. Un olor fresco le llegó desde el cabello de la muchacha y le produjo un mareo agradable y fugaz. Caminaron juntos, casi tocándose las manos. Al pasar frente a la barra, Bertoldi tiró unos cuantos billetes sin contarlos y siguió, airoso, el camino hacia los ascensores.

Cuando llegaron al último piso ella se había dejado rozar las yemas de los dedos y conservaba la sonrisa con naturalidad. Se detuvo un instante a mirar el aguacero que golpeaba los cristales de la terraza y el cónsul aprovechó la llegada del maítre para tomarla de un brazo. Tuvo la sensación de estar tan lejos de O'Connell y de Bongwutsi como si ya hubiera atravesado el océano. Señaló una mesa que parecía suspendida entre las luces de las colinas y se dijo que desde esa noche su vida sería siempre así. Acomodó la silla de la adolescente y en voz muy baja, con un billete de cien dólares en la mano pidió un bouquet de rosas de Holanda. La muchacha sacó un cigarrillo y Bertoldi le dio fuego mientras acostumbraba la vista a la oscuridad y el oído al ruido de la lluvia. Entonces, disimulado en un rincón, detrás de la mesa de los postres, distinguió el brillo de los cromos de un sillón de ruedas. El corazón le dio un vuelco y movió la cabeza hacia el perchero donde colgaba, robusto e inconfundible, un solitario sombrero lejano.

La adolescente advirtió que Bertoldi se había quedado petrificado y buscó entre la gente alguna cara de mujer alterada por los celos. Todas parecían indiferentes, salvo una rubia que mascaba chicle y abría las rodillas para que el paralítico arrugado como un chimpancé le metiera la mano en la entrepierna. La rubia dijo "oia", sacudió el brazo del hombre arrugado y señaló la mesa donde el camarero entregaba un ramo de rosas rojas a la adolescente casi desnuda. Los tres cowboys que acompañaban al paralítico dejaron los tenedores. El cónsul se cubrió la, cara con una mano, pero era consciente de la inutilidad de su gesto. El tejano divisó un momento entre la semioscuridad, sacó unos anteojos del bolsillo de la camisa y, se los puso sin mover la otra mano de las piernas de la rubia. Bertoldi sacó unos cuantos billetes y los dejó bajo una copa.

– Lo lamento -dijo-, acabo de acordarme que tengo, algo muy urgente que hacer. Ojalá nos hubiéramos conocido en otra circunstancia.

– ¿De qué huye?

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