Cuando empezó a llover el cónsul se puso el impermeable y fue a arriar por última vez la bandera. El cielo se había, cubierto de nubes que ocultaban las montañas y acentuaban la negrura de la noche. El agua caía a un ritmo monótono y desaparecía chupada por la tierra reseca del jardín.
Dejó la bandera sobre el escritorio y miró a su alrededor. El bolso y la ropa de O'Connell colgaban de una silla rota. Al pasar, el cónsul se probó el panamá y sintió que le calzaba a la perfección. Se dijo que bien podía llevárselo como recuerdo y que quizá un día valdría tanto como la boina del Che Guevara.
Fue al dormitorio y tomó de encima del ropero la misma valija con la que había llegado años atrás. Metió cuatro camisas, un ambo blanco arrugado, un pulóver que Estela había envuelto en plástico, y fue al escritorio a preparar un pasaporte diplomático. Levantó la vela y miró las paredes descascaradas y grasientas. Todo estaba igual que el día de su llegada: el escudo nacional, el mapa de la República, la foto de Gardel, un póster de las Cataratas del Iguazú y dos tapices ordinarios que había dejado Santiago Acosta. También los muebles eran los mismos. Se dio cuenta de que en esos años no había dejado una sola huella de su paso por Bongwutsi. Apenas las borrosas copias en carbónico de sus informes semanales, en los que había respetado el estilo del último cónsul. Y a Estela en una tumba.
En un rincón del cielo raso vio la telaraña repleta de insectos. Varias veces estuvo a punto de sacarla de allí, pero por las noches, cuando la araña salía a pasearse por la pared, sentía que era la única compañía que le quedaba. Pasaba largos ratos mirándola tejer y llevarse los insectos que caían en la trampa. Ganado por una mezcla de nostalgia y aprensión, fue a buscar las botas que había dejado sin limpiar para no llamar la atención de O'Connell. Se cambió de camisa y usó las últimas gotas de brillantina. Había decidido cenar en el Sheraton. Calculó que si el banco tenía los números de los billetes (lo que después de una larga reflexión le pareció improbable), no los descubrirían hasta la mañana siguiente. Y para entonces, él ya estaría del otro lado de la frontera.
Descolgó el cuadro de Gardel, sacó la foto de Estela del portarretrato y los metió en la valija con la bandera y una botella de whisky. Luego se calzó las botas, tomó el impermeable y, antes de apagar las velas recorrió otra vez esa casa que no olvidaría nunca. Pensó un instante en O'Connell y aunque sintió un escozor de inquietud, apostó a que saldría de la embajada sano y salvo.
Se puso el panamá y salió sin echar llave. Pese a la lluvia, el calor no había disminuido y el impermeable lo sofocaba. Miró hacia el bulevar y vio la garita iluminada. Hubiera querido insultarlos, pero prefirió ir a buscar un taxi sin llamar la atención. Se detuvo un momento en la esquina y cuando iba a refugiarse bajo un alero reconoció el camión de la municipalidad que lo había traído del palacio del Emperador. Recordó que aún no había pagado la cuenta en el bar al que los negros lo llevaron a festejar y se alejó a paso rápido, pegándose a la pared. Estaba a veinte metros de una bocacalle, cuando oyó un silbido largo y grosero. Se dio vuelta, cauteloso, y vio al chofer que corría a su encuentro. Cerca del camión había una luz de garrafa y dos peones cavaban un pozo en el pavimento.
– Ganando guerra -dijo el chofer, contento-. Radio decir que barcos ingleses a pique.
Se secó el pelo con un trapo sucio y se apoyó contra la pared.
– Festejar victoria antiimperialista-agregó, e hizo seña de que quería un cigarrillo. El cónsul se sorprendió por el lenguaje y le ofreció el paquete por debajo del impermeable.
– Otro día -dijo-. Ahora estoy apurado.
El chofer tomó el cigarrillo y no se movió de su lugar. Miraba la valija.
– Kiko tener entrada prohibida en el bar porque embajador no pagar cuenta.
Bertoldi sacó la plata falsa y le tendió un billete de cinco libras. Kiko reparó en los de cien y lo miró con una sonrisa pícara.
– Hombre de Falkland ser feliz -dijo en un inglés pausado, echando el humo por la nariz-; ganar guerra, sobrarle plata, tener mujer del enemigo.
El cónsul sintió un frío en la espalda y comprendió que no le sería fácil librarse de él. Agregó un billete de cien, pero Kiko no hizo ademán de tomarlo.
– A chicas gustar coche, ¿por qué andar a pie?
– No sé manejar -Bertoldi levantó la vista-. ¡Y yo que creí que usted era un amigo!
– ¡Amigo! -Kiko se golpeó el pecho con la mano del cigarrillo-. ¡Muy amigo! Por eso no decir a nadie.
– Está bien. ¿Mitad para cada uno?
El chofer hizo un gesto comprensivo y tendió la mano. Bertoldi separó la mitad de los billetes y pensó "ya te va a agarrar el comunismo a vos".
– Ahora mejor -dijo Kiko-. Llevar amigo a cualquier parte.
Antes de que Bertoldi pudiera decir algo cruzó la calle y le dio un golpe de manija al Chevrolet. Los dos peones dejaron las palas y uno de ellos levantó el farol. Kiko les gritó algo y volvieron al trabajo sin mucho entusiasmo. El cónsul se había escondido en un pasillo de tierra, bajo un techo de zinc, y recién salió cuando el camión subió a la vereda. El motor echaba humo por las ranuras del capó destartalado. Bertoldi abrió la puerta y se encontró con el gesto despectivo de Kiko.
– ¡No blancos en cabina! -gritaba.
– Para eso voy a pie… -dijo el cónsul. Estaba perdiendo la calma.
– ¿Ir al palacio?
– Al Sheraton.
– Subir atrás.
Bertoldi saltó a la caja y el Chevrolet arrancó para el bulevar. Estaba aturdido y tenía miedo. Un caño de cemento rodó por la caja y lo golpeó en un tobillo. Un perro chiquito, muy flaco, salió de entre las herramientas y se acercó a olfatear la valija. Bertoldi se asomó por un agujero de la lona y vio que los soldados británicos hacían señas con una linterna. Por un instante creyó que Kiko iba a entregarlo. El guardia se acercó y al ver que se trataba de un negro le indicó con un gesto que siguiera viaje. El Chevrolet cruzó lentamente la zona de exclusión y Bertoldi aprovechó la oscuridad para escupir el cartel donde decía Argentines are not admitted. Enseguida, mientras cruzaban por la esquina del bulevar, observó que las limusinas salían de las embajadas, recorrían unos pocos metros, e iban a embotellarse frente a lo de Mister Burnett. Pensó que era la primera vez desde su llegada al África que faltaría a una fiesta de cumpleaños de la reina Isabel.