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En el momento en que el avión de Quomo chocaba contra el río, O'Connell intentaba poner en marcha el Cadillac del embajador de los Estados Unidos, estacionado a pocos metros de la zona de exclusión. El chofer estaba durmiendo sobre el volante y el irlandés no tuvo más que abrir la puerta y darle un puñetazo en la nuca. El motor arrancó enseguida y, al dar marcha atrás, el paragolpes rozó la puerta del Mercedes de Herr Hoffmann. Los guardias ingleses salieron de la garita y fue entonces cuando el cielo se volvió anaranjado y un remolino arrastró a los coches unos contra otros. Los soldados corrieron a protegerse entre las palmeras y hablaban a través de los walkie-talkie. El Cadillac de O'Connell patinaba encerrado entre un Lancia y un Renault. El irlandés calculó que la bomba que había puesto en el arsenal no podía haber causado semejante onda expansiva y culpó de todo a la inexperiencia del cónsul Bertoldi en el manejo de los explosivos. Encendió las luces y aceleró hacia la calle transversal. Los pedazos de mampostería desparramados sobre el pavimento le impedían ir más rápido, pero algo le decía que estaba acercándose al lugar de la batalla. De pronto se dio cuenta de que el coche llevaba la bandera de los Estados Unidos sobre un guardabarros y temió que pudieran confundirlo con el enemigo. Bajó por una avenida y cuando llegó al puerto encontró los restos del arsenal, la polvareda, y una ambulancia que recogía soldados heridos. Volvió a hacer la cuenta del trotyl y advirtió que había colocado tres veces más de lo necesario. Un camión de la municipalidad se alejaba calle abajo, y al encender las luces altas O'Connell distinguió la silueta de un negro que se asomaba de la caja con una ametralladora colgando de un brazo. El corazón se le estremeció y quiso dar un grito de entusiasmo, pero de su garganta no salió más que un sonido débil y quejoso. Sobre la marcha, decidió ir detrás de los revolucionarios, seguro de que lo conducirían directamente al centro de operaciones de Quomo. En el camino encontró a un blanco que se tambaleaba por el medio de la calle y le cerraba el camino pidiendo auxilio. O'Connell iba a esquivarlo antes de que el camión de los insurrectos, desapareciera de su vista, pero alcanzó a ver que el hombre llevaba bajo el brazo el paquete de cartas que el ruso le había quitado esa noche en la oficina de la OTAN.

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