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Junto al teniente Tindemann, cayeron del camión algunos fusiles y un obús que había servido en la guerra de Vietnam. Bertoldi miró a los negros y pensó que estaba perdido. En unas pocas horas había pasado de la euforia de la partida a la convicción de la muerte. Lamentó (y creyó que ése era el último sentimiento de su vida) no haber pasado la noche en el Sheraton con la adolescente casi desnuda. Pero también tuvo tiempo de recordar los blanquísimos pechos de Daisy, el aire ausente de Estela y su triunfal entrada al bulevar de las embajadas. No intentó escapar: apenas se movió para abrazar la valija, y se sentó en el pasto. Kiko se agachó a su lado y le pasó un brazo sobre los hombros.

– Acá tiene -dijo-, dejarle todo esto. Un ruso y algunas armas siempre ser útiles cuando uno estar en guerras.

Bertoldi levantó la vista y encontró una cara amable, de ojos compasivos.

– ¿Y ahora para qué los quiero? -dijo en voz baja y empezó a sollozar como el día que le robaron la billetera.

Kiko le dio unas palmadas suaves en la espalda y le sacó la valija sin esfuerzo, como quien le quita el reloj a un muerto.

El ruso los miraba sin entender, preguntándose si debía seguir con su misión o regresar a la embajada para pedir instrucciones.

De repente, por el camino de tierra, vio aparecer al correo del Foreign Office y más atrás, al capitán Standford que llevaba una pistola. Rápidamente se agachó, tomó primer fusil que encontró al alcance de la mano, y O'Connell se precipitó hacia ellos con el puño levantado, le disparó apoyándose en el hombro del cónsul argentino. En un instante todos estuvieron de cara al suelo y Standford empezó a descargar su pistola contra los que se arrastraban detrás del Camión.

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