Marie-Christine los esperaba en Orly con los pasaportes, el brevet de piloto para Quomo y cuatro cajones sellados como valija diplomática. En la bodega del avión había un lugar especial para el Rolls Royce y la secretaria no dejó que le vaciaran el tanque de nafta. El sultán entregó su plan de vuelo hasta Riad y se despidió de la francesa besándole la mano en la que acababa de colocar un anillo con una esmeralda grande como un garbanzo.
El interior del Boeing estaba preparado como una suite de hotel, con dos dormitorios y una sala de juego. Los baños eran iguales a los de los aparatos de línea, pero decorados con sentencias del Libro de las mil y una noches. Al pasar frente a la ruleta, Lauri hizo girar el tambor como al descuido. Desde la escalerilla, Quomo gritó "negro el quince", y apareció en la puerta mordiendo una manzana. La bola hizo una última finta y se detuvo en el número cantado. Sonriente, Quomo pasó frente al argentino, le dio una palmada en un hombro y siguió hacia la cabina de mando.
Chemir y Lauri buscaron en vano una botella de alcohol y al fin se sirvieron una naranjada antes de ajustarse los cinturones de seguridad. Por el parlante, el sultán explicaba el uso de los chalecos salvavidas y la ubicación de las puertas de emergencia. Durante el decolaje, Lauri cerró los ojos y recordó la mirada suplicante del Pianista de la Utopía Inconclusa. Podía oír, mientras el avión se metía entre las nubes, la melodía del minué sin final que él mismo estaba silbando por lo bajo. Agitó los cubitos en el vaso y bebió el último trago. El aparato se sacudió un poco, pero el argentino estaba seguro de que Quomo sabía lo que hacía y se dejó llevar por la modorra.
Se despertó cuatro horas después, cuando volaban sobre un desierto marrón que se diluía en el horizonte. El sultán estaba a su lado, con la cara pegada a una ventanilla. Por la puerta de la cabina, Lauri vio la espalda de Quomo que iba al mando del aparato.
– Libia -dijo El Katar. Tenía una sonrisa beata y el turbante le caía sobre la frente arrastrado por el peso del diamante.
– ¿Conoce Libia? -preguntó Lauri y se sirvió una Coca-Cola.
– ¡Si conozco…! Fíjese allá, aquella mancha verde, se oasis lo perdimos tres veces y otras tantas lo volvimos a recuperar. Apenas teníamos tiempo para tomar un poco de agua que ya se nos venían encima con los Harrier y los tanques. Diga que los beduinos como tanguistas son un desastre y cuando los atropellamos con los camellos se quedaron encajados en las dunas y se rindieron enseguida.
– ¿Estaba el tal O'Connell allí?
– No, él estaba en la columna del coronel Kadafi. Yo no lo conocí, pero en Trípoli todavía se habla del personaje porque quiso convertir a los bereberes al catolicismo. Creo que el coronel lo deportó al Chad.
– ¿A usted le parece que Quomo va a tomar el poder?
– El coronel le tiene fe. Vamos a entrar a Bongwutsi en Rolls, yo al volante, usted al lado mío y los negros en el lugar de honor, como corresponde. Lo que me preocupa son los mosquitos. Habrá que andar con las ventanillas cerradas porque me dijeron que allí son grandes como pájaros. ¿Conoce la selva?
– Estuve en el monte, pero supongo que no es lo mismo ¿Qué armas traemos?
– Las que tenía a mano. Como los chiitas están en plena ofensiva nosotros nos tenemos que conformar con lo que nos devuelven los alemanes y los vascos. Si yo hubiera sabido que Quomo empezaba la campaña le preparaba algo mejor. La verdadera revolución de este hombre él el desalcoholizado.
– No me diga que usted cree en eso.
– El coronel cree. El futuro es de los negros, Lauri, lo dice el Libro Verde .
– Puede ser, pero es de temer que ese capítulo también lo haya escrito Quomo.
– ¿Qué más da? Ahora si me permite voy a echar un vistazo al radar: nos estamos internando demasiado en el Sahara y si seguimos así, vamos derecho a La Meca.