La zona de exclusión ordenada por Mister Burnett cerraba el acceso al bulevar de las embajadas. Cuando Bertoldi llegó al lugar, al atardecer, estaba borracho y no recordaba cuántas facturas había tenido que firmar antes de salir del bar con los obreros de la municipalidad. Lo que sí tenía presente era que todos habían coreado con él los compases del Himno Nacional Argentino.
En la esquina el cónsul encontró una barrera y el cartel que anunciaba Argentines are not admitted. Los guardias británicos salieron de la garita y le hicieron señas para que no se acercara. Indignado, emprendió un largo rodeo para volver al consulado. Mientras caminaba apoyándose en la pared o en los coches estacionados trató de definir una estrategia para responder a la agresión de Mister Burnett. Tenía la mente demasiado nebulosa para evaluar todos los sucesos del día, y las imágenes de Daisy y Estela distraían su atención mientras trataba de esquivar los baches de las veredas.
Ni bien entró en su despacho buscó la carta del embajador inglés, pero desistió de releerla porque las líneas se le confundían y deformaban. Tenía conciencia de que había tomado demasiado y se reprochó su debilidad en un momento tan trascendental para la historia de la patria. Encendió la radio, que todavía estaba pagando a crédito, y sintonizó el informativo de la BBC. Luego se quitó el traje mugriento, y como apenas podía mantenerse de pie, tomó una ducha sin jabón, sentado en la bañadera. Se quedó dormido un par de veces, pero entre sueños alcanzó a escuchar que el gobernador británico había sido expulsado de Puerto Stanley y que en todo el país la gente salía a las calles a festejar la reconquista de las islas. Lo tranquilizó pensar que muchos de sus compatriotas estarían emborrachándose por la misma razón que él, y se preguntó si durante esos años los diarios no habían estado exagerando en lo que decían sobre los militares argentinos.
Desde el día en que llegó a Bongwutsi para hacerse cargo de la oficina de turismo, Bertoldi no tuvo otras noticias de lo que ocurría en su país que las publicadas por el Herald Tribune. Más tarde, ya con el cargo de cónsul, dio como ciertas las informaciones para no discutir con los embajadores sobre temas tan irritantes como la política, aunque en el fondo siempre tuvo la sensación de que el Herald cargaba las tintas. En sus cartas a Santiago Acosta solía hacer referencias al injusto tratamiento que los periódicos extranjeros daban a la Argentina y el daño que ello podría causar a la tarea de difundir los atractivos turísticos del país. Pero Acosta nunca le respondió, y poco a poco Bertoldi, que todavía se dirigía a él como si fuera su jefe, fue espaciando la correspondencia hasta circunscribirla a los saludos de fin de año.
Santiago Acosta había partido tan silenciosamente de Bongwutsi que cuando el nuevo empleado se presentó en las embajadas de los países amigos, todos creyeron que estaban ante un nuevo cónsul. Halagado, Bertoldi concluyó que no valía la pena desengañarlos, sobre todo cuando a fin de mes en el banco no supieron darle noticias sobre su sueldo y le pidieron que avisara a Santiago Acosta que podía pasar a cobrar el suyo. Fue en esos días cuando hizo las primeras llamadas infructuosas a la cancillería y Estela empezó a mostrar signos de nostalgia y abandono. Entonces; Bertoldi, que nunca había estado en el extranjero, se dijo que la Argentina no podía quedarse sin representante en Bongwutsi y decidió redactar su propio nombramiento.
Para cobrar el sueldo tuvo que acudir a la buena voluntad del embajador de Gran Bretaña, que en su juventud había sido escolta del gobernador de las Falkland. Todos los meses, Mister Burnett llamaba al banco y autorizaba el endoso del giro que llegaba a la orden de Santiago Acosta. Así, Bertoldi y Estela pudieron pagar el alquiler de la casa mientras abrigaban la esperanza de regresar lo antes posible a Buenos Aires. Poco a poco, Bertoldi se fue acostumbrando a presentarse como cónsul, pero cuidaba de no darse ese tratamiento en los informes que enviaba por correo al Ministerio de Relaciones Exteriores. Al cabo de unos meses, el título le era tan familiar como ajenas las funciones que implicaba. De todos modos nunca tuvo noticias de que otro argentino anduviera por las cercanías, ni nadie puso en tela de juicio la legitimidad de su nombramiento. Ahora, el propio Emperador reconocía su importancia al recibirlo en el templo y Bertoldi hubiera querido tener un buen traje para ir a festejar la reconquista de las Malvinas al bar del Sheraton.
Fue a vestirse y puso la marcha Aurora en el tocadiscos. Encendió todas las luces de la casa y abrió las ventanas para que la música se escuchara por todo el barrio. Afuera, las paredes y el piso conservaban el calor acumulado durante las horas de sol y los vecinos empezaban a sacar las mesas y las sillas para cenar en la vereda. Bertoldi empezó a arriar la bandera cantando a todo pulmón. Los nativos que pasaban por la calle se paraban a mirarlo y algunos se quitaban el sombrero. De golpe, todas las luces del barrio se apagaron y el disco se frenó con un sonido ahogado. El cónsul volvió a su despacho con la bandera, encendió una vela y se sentó frente a su escritorio.
Se preguntaba cómo responder al embajador británico, y aunque tenía atolondrado el pensamiento, lo ganó un incontenible deseo de llevar la enseña de la patria hasta la zona de exclusión y plantarla allí, como una estaca en el arrogante corazón de Mister Burnett.