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La calle del consulado estaba silenciosa y vacía. O'Connell advirtió que Bertoldi había retirado la bandera antes de ponerse a la cabeza de las masas de Bongwutsi, y concluyó que su plan era izarla en el mástil de la embajada británica en el momento de la victoria. La casa, a oscuras, parecía abandonada, y era claro que Quomo no se encontraba allí. O'Connell pensó, entonces, que el argentino podría haberle dejado un mensaje, o alguna clave que lo condujera hasta el cuartel general del comandante.

Dio la vuelta por el baldío, entre los charcos, y tropezó con los restos de la radio del cónsul, esparcidos entre el pasto. Forzó la ventana y al entrar al dormitorio aspiró un olor a naftalina que lo hizo arrugar la nariz. Prendió una vela que encontró sobre la mesa de luz y se sentó en la cama a descansar un momento. Se secó la cara con la sábana y trató de articular algún sonido, pero su lengua estaba como anestesiada. Al fin, convencido de que el soviético le había envenenado la sangre, O'Connell fue al despacho dispuesto a escribir su informe de situación.

Se quitó el smoking y los zapatos y se puso la ropa con la que había llegado a Bongwutsi. Tomó unas hojas de papel y escribió las primeras líneas con algunos tropiezos en la ortografía. De pronto notó que en la pared faltaba la foto del hombre de mirada melancólica; también estaba vacío el marco donde había visto la foto de Estela y el irlandés dedujo que Bertoldi había partido a la guerra con todos sus parientes a cuestas. Nunca se le hubiera ocurrido pensar que ese hombre triste, de apariencia timorata, ocultara una firme convicción revolucionaria. Pero desde chico, cuando su madre lo llevaba a las citas y a las reuniones de comando, O'Connell estaba acostumbrado a encontrar los personajes más extraños y contradictorios. Recordó a algunos pobres de espíritu que luego se convirtieron en militantes ejemplares, y supuso que el cónsul, exasperado por la agresión británica contra sus islas, se había unido a último momento a las tropas de Quomo. Buscó en vano un mensaje o la señal de una cita, y cuando oyó gritos en el sótano se dijo que quizá el francés podía darle noticias sobre el paradero de Quomo. Buscó la linterna en el bolso y abrió la tapa de madera. Desde abajo le llegó un olor a comida rancia y excrementos agusanados.

El agente Jean Bouvard estaba verde como un musgo y tan flaco que el pantalón se le había caído sobre los zapatos. Tenía los ojos desorbitados y rojos, y repetía un balbuceo metálico y deshilvanado. A sus pies había un plato con una mezcla de porotos y cáscaras de banana, y más allá la palangana inmunda rodeada de moscas. O'Connell se indignó al comprobar que Bertoldi no había cumplido la orden de lavar al prisionero y fue al baño a buscar un balde y una esponja. En una repisa encontró el jabón en polvo que usaba Bertoldi y lo mezcló con el agua hasta que obtuvo una mezcla espumosa y gris.

Cuando se acercó a Bouvard le vio una mirada que podía ser de odio o de resignación. Le volcó la mitad del balde sobre la cabeza y le tiró la otra mitad contra las piernas desnudas. El francés lo escupió, y aunque no dio en el blanco, O'Connell renunció a la idea de pasarle la esponja. Quiso pedirle disculpas, pero sus labios se movieron en falso, como en las cintas mudas.

– Voy a matarlo -murmuró el francés y de su boca salía un gran globo, como si soplara un chicle-. Le juro que aunque tenga que seguirlo hasta el fin del mundo voy a cortarlo en pedazos.

O'Connell se dijo que tenía que hablar con ese hombre de cualquier modo. Sólo sabía escribir unas pocas palabras en francés, así que intentó hacerse entender por gestos.

Dejó la linterna sobre un peldaño de la escalera y levantó las manos pidiendo atención. Luego, con la punta de un dedo se tocó primero el pecho y después los labios, y retrocedió unos pasos para situarse en el haz de luz. Bouvard seguía insultándolo, pero en su cara empezaba a pintarse la curiosidad. El irlandés hizo el ademán de sostener un paraguas, se señaló el cuello e imitó el movimiento de una jeringa. Luego dibujó una ventana en el aire y juntó los dedos para describir un semicírculo que la atravesara hacia abajo. Bouvard redobló las maldiciones y amenazas por lo que O'Connell supo que no había logrado transmitir la idea con precisión. Volvió a levantar los brazos pidiendo silencio, y el prisionero, cubierto de espuma, le dedicó una mirada cansada. La luz empezaba a vacilar. El irlandés se llevó las manos a la cintura, flexionó las rodillas, y empezó a bailar como un mujik. Los saltos sobre un solo pie, con las rodillas dobladas, le hacían doler la espalda, pero quería ser claro y concluyó el mensaje con los brazos abiertos y la cabeza tumbada sobre el pecho. Cuando levantó la vista encontró a Bouvard con la boca abierta de asombro y la frente estragada por los tics. El moho había desaparecido de su cara salpicada de grumos de jabón y con la mano libre se tironeaba los pelos del pecho como un mono. Sonreía con una mueca extraviada, cerrando un ojo.

– Ya lo tengo… -dijo en un hilo de voz-: El acorazado Potemkin de Eisenstein…

O'Connell lo miró, desconcertado. El francés asentía con una sonrisa y se refregaba la mano libre con la otra, atada a una viga. Al irlandés le pareció inútil seguir contándole su historia y encaró la cuestión que más le interesaba. Trazó un signo de interrogación en el espacio y Bouvard asintió, entusiasmado. O'Connell apuntó el dedo hacia arriba para señalar el consulado y caminó unos pasos abatido, como lo hacía Bertoldi.

– Sin aliento, de Godard -dijo el francés y se quedó esperando la confirmación.

El irlandés movió la cabeza, resignado, y decidió llevarlo al despacho para explicarle mejor. La soga se había hinchado con la humedad y le costó desatarlo. Mientras subían por la escalera, Bouvard probó con otras películas y exigió que antes de comenzar con la mímica, el irlandés le indicara cuántas palabras tenía el título.

O'Connell lo acomodó en un sillón, tomó un papel y escribió Pas de cinèma. Y más abajo Veritè. No sabía si la ortografía era correcta, pero supuso que le serviría de ayuda. Bouvard echó un vistazo al papel y luego lo interrogó con la mirada. El irlandés encendió dos velas más y se puso a trotar alrededor del escritorio, golpeándose los labios con la mano derecha. Luego hizo el gesto de estirar un arco y disparar una flecha. Antes de que Bouvard pudiera responder, volvió a señalar en el papel la palabra Verité.

– Los negros -dijo el francés y pidió un vaso de agua. O'Connell lo aprobó y le dedicó un aplauso. Calculó que el prisionero no estaba en condiciones de escaparse y fue a buscar el agua. Mientras el otro bebía, se paró cerca de las velas y repitió la corrida, ahora con el puño en alto.

– Negros comunistas -dedujo Bouvard.

O'Connell asintió, contento. La afirmación no le parecía exacta, pero no era el momento de entrar en detalles.

Señaló el póster de las Cataratas del Iguazú pegado en la pared y caminó otra vez como Bertoldi.

– ¡Ah, claro, el argentino! -entendió Bouvard y dejó el vaso sobre el escritorio. De sus brazos chorreaba un líquido apestoso, pero se lo veía más animado. O'Connell dibujó una hoz y un martillo y empezó a hacer como si disparara una ametralladora.

– El argentino hace una revolución comunista -respondió el francés y reclamó un cigarrillo. O'Connell le alcanzó uno encendido y volvió a escribir: Avec Quomo et les Russes.

– ¿Quomo está en Bongwutsi? -se sorprendió Bouvard.

El irlandés asintió y le puso frente a los ojos la tarjeta de invitación al cumpleaños de la reina Isabel. Luego repitió el movimiento de la ametralladora.

– No me diga que atacó a los ingleses…

O'Connell movió la cabeza afirmativamente.

– ¡Increíble…! ¿Y usted…?

El irlandés abrió los brazos, como disculpándose, y fue a hurgar en su bolso. Bouvard podía comprender cómo se sentía un católico del Ulster traicionado y despojado de un millón de dólares. Pensó que si la revolución se había puesto en marcha con el dinero que Quomo le había robado en Zurich, su carrera estaba terminada. Se puso de pie tomándose de un estante de la biblioteca y pidió un par de aspirinas. Le quedaban dos alternativas: recuperar la plata o pedir asilo a los soviéticos y enterrarse para siempre en una granja de Ucrania.

O'Connell le pasó una tira de aspirinas y lo vio tan abatido que no se animó a encerrarlo otra vez. Lo despidió con un apretón de manos y lo miró alejarse tambaleando por el medio de la calle. Cuando la silueta del francés se borró bajo la lluvia, el irlandés pensó que el consulado argentino había dejado de ser un refugio seguro. Se sentó a terminar su informe al comandante Quomo y fumó, uno tras otro, los últimos cigarrillos. Releía cada párrafo a medida que ponía un punto, y sentía la tranquilidad de expresarse con más precisión que ante el agente Bouvard. En la última página anotó que se disponía a tirar contra el cuartel de los ingleses, los pocos cartuchos que le quedaban y, si Dios le daba ayuda, contra el propio palacio del Emperador. Hizo una gran firma, dobló los papeles hasta dejarlos del tamaño de un caramelo y los guardó en el crucifijo hueco que llevaba al cuello. Luego fue hasta el ropero y se probó un saco viejo del cónsul. Cerró la tapa del sótano, se echó el bolso al hombro, y antes de salir escribió sobre la pared donde había estado la foto de Gardel, la única frase que conocía en español: Hasta la victoria siempre .

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