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Mientras el Chevrolet descendía por el bulevar, O'Connell y los negros disparaban un infierno de balas y granadas sobre todas las embajadas que encontraban a su paso. Al llegar a la de Gran Bretaña, Kiko detuvo el camión y el irlandés dirigió el fuego contra el frente del edificio mientras cantaba aires de triunfo y encomendaba al Señor la suerte de la clase trabajadora. Cuando estalló la bomba de retardo que había puesto unas horas antes en las oficinas de la OTAN, los guardias depusieron las armas y salieron de sus refugios con los brazos en alto. Los monos invadieron de inmediato el parque y arrojaron a los ingleses a la piscina antes de meterse en el salón donde todavía estaba servida la cena de cumpleaños de la reina Isabel. El cónsul Bertoldi saltó del camión para poner a salvo la valija y tuvo la sensación de estar presenciando un momento histórico que enriquecería su testimonio sobre el avance del comunismo y la caída sin gloria del imperio británico. Aprovechó la confusión para alejarse, aturdido por los gritos y los cantos. Cuando vio que O'Connell apuntaba la metralla contra la representación soviética, pensó que había llegado el momento de entrar en lo de Mister Burnett para reemplazar la bandera británica por la celeste y blanca que llevaba en la valija.

Levantó sobre la cabeza el panamá del irlandés, porque supuso que así nadie lo confundiría con un enemigo, y fue abriéndose paso entre los monos que hacían cola para tomar asiento en el banquete, los sirvientes borrachos que distribuían botellas, y los negros pintarrajeados que bailaban y tocaban el tambor. Al pasar frente a la piscina reconoció al oficial inglés que le había llevado el mensaje al comienzo de la guerra. Ahora trataba de mantenerse a flote, había perdido los anteojos y su pelo parecía más rojo con el reflejo de los fuegos artificiales.

Frente a la escalinata divisó el mástil y se preguntó si Mister Burnett estaría escondido en la casa. Lamentó que Daisy no estuviera allí para verlo y miró a su alrededor para saber si los periodistas habían llegado por fin a Bongwutsi. Al único que vio cerca fue el teniente Tindemann que llevaba una Kodak de bolsillo y se ocultaba entre los pinos. Llegó hasta el pie del mástil, llamó la atención del ruso para que no se perdiera la instantánea y empezó a arriar la bandera del enemigo. Mientras la tela tricolor llegaba a sus manos, pensó que quizá era un desatino dejarse retratar por un comunista, pero no había otro fotógrafo cerca y concluyó que su ingrata vida de empleado publico había quedado sepultada por una marea de acontecimientos que lo estaban redimiendo para siempre. Recogió la enseña británica y la dobló para guardarla como un trofeo. Cuando abrió la valija para sacar la suya, advirtió la absorta mirada de Carlos Gardel, el fugaz rostro de Estela sobre un fondo de madreselvas y el sereno semblante verdee de Benjamín Franklin que lo contemplaba desde los billetes. Ató la bandera y se irguió para izarla cuando oyó que alguien gritaba "a vencer o morir" y empezaba a entonar, con una voz porteña, desafinada pero sincera, las primeras estrofas del Himno Nacional. Bertoldi se dio vuelta y miró al joven desharrapado que llevaba un trapo rojo en las manos. Le sonreía, parado junto a la glorieta y cuando olvidaba la letra de un verso la reemplazaba por un juego de sonidos que seguían los compases. El cónsul, que ya había empezado a sentirse menos solo, besó el sol de la bandera y prosiguió la ceremonia con un fervor que le salía del alma. Estuvieron mirándose a los ojos, midiéndose, mientras dos emociones diferentes y profundas los ganaban en aquel jardín arrebatado al imperio británico.

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