El bar nocturno del Georges V estaba a media luz. En barra había tres hombres rubios y corpulentos, vestidos de azul, que tomaban cerveza en silencio. Al beber miraban el techo y se daban codazos de complicidad, como si compartieran una picardía secreta. Casi todas las mesas estaban ocupadas y nadie parecía entusiasmarse por la interpretación del pianista. Chemir miró a través del vidrio pero ni siquiera sabía a quién buscaba. Fue a mirar al baño, por rutina, y luego volvió al hall.
– Sin novedad-dijo.
– ¿Qué hora es?-preguntó Quomo.
– Cuatro menos cuarto -dijo Lauri.
– Raro. Willie deja de tocar a las tres.
Lauri tenía demasiado sueño para prestarle atención. Chemir fue a la conserjería y se presentó como viajante de comercio. El empleado le miró la cara negra, el pulóver deshilachado y la barba crecida y preguntó por el equipaje. Chemir se quedó un instante en silencio, pensando la respuesta, hasta que recordó una frase de Quomo:
– Los revolucionarios no llevan valija. El empleado levantó la vista, perplejo.
– Naturalmente -dijo, y le acercó el registro de pasajeros.
El detective del hotel, que estaba colocándose los lentes de contacto al otro lado del mostrador, parpadeó un momento y se quedó mirando al recién llegado. Chemir hizo un garabato en la columna de las firmas, reclamó la llave con un gesto y fue a reunirse con los otros.
– Por la escalera -dijo Quomo-. Acá hay algo que huele mal.
Lauri tomó la delantera y Chemir cerró la marcha. Entre el tercero y el cuarto piso se cruzaron con una camarera que levaba una pila de toallas perfumadas. La mujer se apartó para dejarlos pasar, pero no respondió al saludo de Quomo.
Lauri sentía una sensación de ridículo apenas atenuada por el cansancio. Al abordar los primeros escalones del quinto piso tropezó y Quomo tuvo que sujetarlo del brazo. Sus miradas se cruzaron por un instante. La del negro seguía tan fresca como a la hora del desayuno.
– Vaya y fíjese si todo está en su lugar.
Lauri entró en la suite y encendió las luces de los dormitorios. Después fue al balcón. Abajo, iluminada por cuatro globos, vio la piscina desierta y una propaganda de Adidas. Volvió al living y avisó a los otros que podían entrar. Quomo se quitó el saco, abrió la heladera y comprobó que el dinero seguía allí. Chemir sirvió dos Vasos de whisky, los puso sobre la mesa ratona y se quedó esperando instrucciones.
– Duerma un par de horas -dijo Quomo-. Y mañana no le pierda pisada al sultán.
– De acuerdo, Michel -dijo Chemir y salió con tranco desparejo.
Lauri fue a su dormitorio y se desvistió para darse una ducha. Cuando empujó la puerta, creyó que el mundo se venía abajo. La mampostería del techo cedió con un estruendo de maderas quebradas y los azulejos se desprendieron de la pared. Lauri dio un salto atrás y vio caer una mole verde que quebró el inodoro y destartaló el lavatorio. La luz se apagó y Quomo llegó desde la pieza con un fósforo prendido.
– Aquí hay alguien -dijo el argentino y buscó el encendedor que había dejado sobre la cama.
Quomo cambió de fósforo y empujó la puerta con un pie. Patik, redondo como un tambor, tenía un cable alrededor del cuello y la cabeza al revés, como los muñecos.
E1 agua de una cañería rota le mojaba el traje. Lauri acercó el encendedor y reconoció el gesto de contrariedad que le había visto en el restaurante de Zurich.
– Esto tiene firma -dijo Quomo y tiró el fósforo sobre el agua que corría hacia la rejilla.
El teléfono empezó a sonar en la pieza de Lauri.
– Diga que me caí de la cama y avise a Chemir que nos vamos enseguida.
Quomo estudió el lugar y concluyó que después de colgarlo de los cables habían puesto el cuerpo encima de la puerta. Mientras Lauri atendía la llamada, revisó los bolsillos de Patik y se guardó un pasaporte de Guinea y dos cartas de crédito.
– Chemir viene para acá -dijo el argentino y empezó a vestirse-. ¿Qué pasó?
– Se equivocaron de negro. Deben haber llegado justo cuando Patik estaba revisando la pieza.
– ¿Lo buscaban a usted?
– Claro, esa fanfarronada es de los Kruger.
Chemir golpeó a la puerta con suavidad. Lauri le abrió y la luz del pasillo iluminó el living. El rengo fue directamente al baño.
– Un canalla menos -dijo al regresar-. ¿Y ahora, Michel?
– Hay que salir del hotel antes de que se den cuenta del error -dijo Quomo y fue a mirar por el balcón.
– ¿Pido un taxi? -preguntó Lauri.
– No, bajemos por acá. Chemir, alcánceme las cuerdas de las cortinas y vaya a buscar las de su habitación.
Chemir salió corriendo mientras Lauri se reunía con Quomo en el balcón.
– ¿Piensa bajar los cinco pisos así?
– Si usted conociera a los Kruger no vacilaría en tirarse de cabeza. Déme la valija.
– No, yo no me animo.
Quomo lo miró, extrañado.
– No me diga que tiene vértigo.
– Lo que tengo es miedo.
– Muy bien, sepa que uno de esos tipos se cargó a Sadat y otro disparó contra Reagan. O fue el mismo, nunca se supo bien. Los mandaron a la Siberia después del atentado del Vaticano. Los llaman La Demoníaca Trinidad.
– El tipo que tiró contra Reagan está preso.
– ¿Pero usted en qué mundo vive? Ese pasaba por ahí y la historia de las cartas de amor a Jodie Foster se la di yo.
– A mí esos tipos no me conocen.
– ¿Y qué va a hacer con el inglés? Ese no se ya a quedar conforme hasta que usted no le explique lo de las Falkland. Recuérdeme que le prepare una buena historia para eso.
Lauri miró hacia abajo. La piscina se esfumaba entre la niebla. Chemir llegó con un montón de cuerdas rojas y desflecadas.
– Son muy cortas -dijo Quomo, y ató una a la baranda-. Vamos a tener que ir de balcón en balcón.
Lauri miró a Chemir que temblaba como un pájaro mojado. Apenas alcanzaba a distinguirle la cara en la penumbra.
– ¿Usted no dice nada?
– Yo no paso delante de ellos ni loco. En Bongwutsí colgaron a todos los compañeros.
– ¿Cómo sabe que están abajo? -insistió Lauri.
– Willie siempre deja de tocar a las tres -dijo Quomo y se sacó la camisa.
– A veces me pregunto si no se están burlando de mí.
– Lo discutimos otro día -Quomo pasó una pierna sobre la baranda-. Si viene trate de no hacer ruido.
– ¿Y si voy por el ascensor?
– Entonces invente algo para el inglés. Y de paso dígales a los Kruger que están trabajando como amateurs. Sería una pena que los devolvieran a Siberia antes de que se hayan tomado toda la cerveza del mundo libre.