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El sultán y Lauri entraron en la cabina de mando donde Quomo estaba recostado leyendo Le Monde. El Katar controló el piloto automático, leyó los instrumentos y se instaló en el asiento del comandante. Se hacía de noche y el desierto tomaba un color gris profundo.

– ¿A qué aeropuerto vamos? -preguntó.

– Ningún aeropuerto -dijo Quomo y sacó los pies de encima del tablero-. Vamos a bajar en el lago.

– A tanto no me puedo comprometer. No tengo experiencia en amerizaje.

– Déjeme a mí. ¿Cuándo empezamos a ver selva?

– Para eso hay que decirle a la computadora que cambie el rumbo, porque en esta dirección vamos a Arabia Saudita. ¿Cuál es la coordenada de Bongwutsi?

– Pruebe doce grados siete minutos sur, a ver si encontramos la cuenca del Nilo, después yo me oriento solo.

El Katar se colocó los auriculares y apretó unos botones en la computadora. Una larga lista de aeropuertos apareció en la pantalla.

– Lusaka, mil ochocientos kilómetros. ¿Le sirve el dato?

– No, pero corrija dos grados al este a ver qué pasa. Usted, Lauri, apague ese cigarrillo y vaya con Chemir a preparar las armas. Hay que llegar haciendo ruido.

Lauri aplastó la colilla en el cenicero.

– ¿Cómo hace para adivinar los números de la ruleta? -preguntó.

Quomo se volvió y lo miró a los ojos.

– ¿Qué le pasa? ¿No está de acuerdo con el refrán?

– Me pone nervioso que acierte siempre. Podríamos estar limpiando algún casino en lugar de ir a hacernos matar en la selva.

– Disculpe -interrumpió el sultán-, pero no me autorizan a entrar en el espacio aéreo de Bongwutsi. Pusieron bombas en la pista y el aeropuerto está cerrado.

– ¿Está seguro? -Quomo manoteó los auriculares y pidió a la torre que repitiera el mensaje. Estuvo un minuto escuchando con la boca abierta.

– ¡Carajo con el irlandés! -gritó al fin. Su cara había rejuvenecido diez años.

– Bombas -repitió el sultán, absorto.

– ¿Cómo sabe que fue O'Connell? -preguntó Lauri.

– ¿Quién va a ser si no? Tenemos que llegar antes de que los ingleses manden los paracaidistas. Si conseguimos eludir los radares, en un par de horas estamos allá.

– Ese debe ser el Nilo -dijo el sultán señalando el otra lado del visor-. ¿Lo seguimos?

Quomo miró el altímetro y se ató el cinturón de seguridad.

– Baje todo lo que pueda y déjeme el mando. Si tiene algún mensaje para su novia transmítalo ahora, porque vamos a interrumpir el contacto con la torre.

– ¿No hay una ruta o algún descampado para aterrizar? -preguntó el sultán-. No me gusta la idea de perder el Rolls.

– No lo va a perder. El capitalismo creó el Rolls para justificarse ante la historia y nosotros le vamos a hacer un lugar especial en el museo de los buenos recuerdos.

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