Con el apagón la ciudad desaparecía bajo las estrellas. Desde los barrios de paja desparramados en las faldas de las montañas, o desde el cuartel de los británicos, instalado en el pico más alto, sólo podían verse brillar las cuatro torres del palacio imperial y el ancho bulevar de las embajadas.
Bertoldi y O'Connell estaban a los postres cuando la electricidad dejó de funcionar, pero los camareros habían dispuesto un candelabro de plata en cada mesa y los clientes apenas notaron el cambio. Un puñado de bailarinas de pechos al aire, con un breve disimulo de plumas bajo el ombligo, se acercó a los clientes para apantallados con hojas de palmera.
O'Connell apuró el cognac y tiró a través de la mesa un puñado de billetes arrugados. El cónsul los recogió y los contó mientras los planchaba con los dedos. Se sentía bien: había tornado una botella de chablis y estaba en el tercer Remy Martin. Cuando vio a las muchachas sintió un calor que le bajaba hasta las piernas y encendió por segunda vez el cigarro que le había convidado el irlandés. Por el vitral se veían los barcos anclados en el puerto alumbrados con faroles a kerosene, y el contorno de la bahía iluminado por la luna.
– Esto es una inmoralidad-dijo O'Connell y miró a las mujeres con los ojos descarrilados.
– Costumbre del país -respondió el cónsul. Un aire suave, todavía fresco, le llegaba a la cara y empezaba a adormecerlo. Con un gesto llamó al camarero y le dio cuatro billetes de cincuenta libras con el encargo de que preparara una botella de Etiqueta Negra y dos paquetes de Marlboro para llevar. Como oyó que el irlandés suspiraba, molesto, le tiró con una miga de pan y se arrellanó en el asiento para terminar el cognac.
– Creí que no quería darme asilo -dijo O'Connell, despectivo.
El cónsul pensó que al irlandés le hacía falta un baño y también un corte de pelo. El camarero volvió con los cigarrillos, la botella y un vuelto de veintidós libras. Bertoldi guardó el cambio y dejó sobre el plato un billete de diez.
– ¿Alguna vez se acostó con una negra? -preguntó y tiró el humo hacia la bailarina que agitaba la hoja con ungí sonrisa siempre igual. Llevaba dos aros de hueso y un collar de pelo de elefante.
– Y también con árabes, amarillas y esquimales. Pero nunca tuve que pagar.
– No quise ofenderlo. Ahora, que se haya acostado con una esquimal, permítame que lo ponga en duda.
– ¿Por qué? Estuve dos meses en el norte de Alaska trabajando en un portaviones. Allí conocí a un criminal compatriota suyo, un tal Carlos.
– Ese es venezolano.
– Bueno, de por ahí.-Un tipo terco: quería hacer saltar la aldea entera cuando los yanquis llegaban de franco. Hubo que devolverlo a Trípoli atado como un salame.
– ¿Usted estaba en el portaviones?
– No, yo lo tenía que inutilizar. Me llevó dos meses, de ahí que conocí a una chica que vivía en un iglú. La diferencia, Bertoldi, está en la mirada. Es lo único que no se puede maquillar.
– No se me había ocurrido. ¿Es cierto que esa gente ofrece la mujer al huésped, como homenaje?
– No sé, yo la tuve que conversar una semana y sin conocer el idioma.
El irlandés se puso de pie, pasó la correa del bolso sobre la cabeza y recogió el plano de la ciudad que había estado estudiando durante la cena.
– Bueno, tengo que dejarlo. No le molestará que duerma en el despacho, espero.
– Vaya tranquilo. Yo me vuelvo caminando despacito. Cuando O'Connell salió, el cónsul pidió otro café con cognac y aprovechó para cambiar un billete de veinte. Estuvo tentado de averiguar el precio de la muchacha, pero recordó lo que O'Connell le había dicho sobre las miradas. La joven que lo apantallaba tenía unos ojos blancos y duros como piedras de mar. Bertoldi se preguntó antes de salir si también ella se sublevaría cuando llegara el momento.
Frente al restaurante había varios taxis, pero prefirió remontar la cuesta a pie, por el medio de la calle para evitar los pozos y los tarascones de los perros. Había pasado la jornada más difícil de su vida y mientras caminaba se preguntó si era correcto lo que había hecho hasta el momento. Estaba solo, representando a un país que lo ignoraba, pero a los ojos de todos los embajadores, la Argentina era él. Si no hubiera respondido al desafío de Mister Burnett, la patria sería ahora símbolo de cobardía en lodo Bongwutsi. Pero, ¿había hecho bien en cobijar bajo el pabellón nacional a un guerrillero? Concluyó que sí: la generosidad y la grandeza de alma eran las mayores cualidades de los argentinos.
Cuando se acercaba al bulevar de las embajadas vio las barreras que los ingleses habían colocado para desviar el tránsito a cien metros del lugar de la explosión. Dos soldados fumaban y charlaban junto a un jeep del ejército. Para evitarlos tenía que dar un rodeo y caminar varias cuadras de más, pero había comido bien y los tragos le confortaban el ánimo. Volvió sobre sus pasos y fue por una calle sin faroles en la que entraba de lleno la claridad de la luna. Cada tanto brillaban los ojos de un gato mientras el canto de los grillos flotaba, armonioso, en el aire caliente. De golpe, una figura enorme, sigilosa, salió de un corredor que separaba dos casas de madera y lo atropello haciéndole perder el equilibrio. Para evitar la caída tuvo que agarrarse de un árbol mientras tropezaba con las piernas de un hombre que dormía en la vereda.
Se dio vuelta para disculparse y entonces vio que tenía enfrente un gorila grande como una puerta. El animal se metía un dedo en la nariz y gruñía igual que un perro abandonado. Parado a contraluz proyectaba una sombra que llegaba hasta la esquina. El nombre con el que Bertoldi había tropezado sacudió a dos amigos que dormían sobre unos fardos de tabaco e inició la retirada. El que parecía mejor alimentado se puso en cuclillas e hizo un gesto que pedía calma. "Nbgwana preg, nbgwana preg", decía en voz baja. El cónsul vio que los negros retrocedían muy despacio hacia un camión estacionado junto a la vereda. "Nbgwana preg", repitió el más joven, que tenía una deformación en la cadera y se movía como torcido por un ciclón, Bertoldi fue detrás de ellos, reculando, maldiciendo los zapatos que se le escapaban de los pies. El primero que llegó al camión abrió suavemente la puerta y se zambulló dentro de la cabina. Los otros dos lo siguieron, rápidos como lagartos, y cerraron de un portazo. El cónsul se quedó al lado del camión, gesticulando para que le hicieran un lugar, pero los negros se disponían ya a seguir durmiendo y el torcido le hacía ademanes para que se alejara de allí. Bertoldi tiró de la manija sin dejar de mirar al gorila, pero los negros se abalanzaron sobre la puerta y la sostuvieron hasta que el cónsul dejó de hacer fuerza. El mono se había movido tras ellos, imitando su cautela, pero cuando los vio entrar al camión se enojó. Fue hasta el paragolpes delantero y lo sacudió hasta arrancarlo. Excitado, lanzó dos rugidos y lo estrelló contra el capó hasta que los vecinos empezaron a asomarse por las ventanas con faroles y linternas. El cónsul seguía allí, inmóvil, sin saber qué hacer. Sacó la botella, tomó un trago, nervioso, y se dijo que lo menos aconsejable era echarse a correr. Los nativos hacían comentarios en su lengua, de ventana a ventana, y al rato todos se volvieron a la cama y la calle quedó en silencio. Bertoldi advirtió, entonces, que los grillos habían dejado de cantar. El gorila arrastró el paragolpes sobre el empedrado sacándole chispas, hasta que reparó en Bertoldi, que seguía tieso como un monolito. Estaban a dos metros de, distancia y el cónsul podía sentir el aliento del animal. De la nariz aplastada le salía un moco que se estiraba lentamente hasta cortarse por lo más fino y se renovaba cada vez que abría la boca y parecía a punto de estornudar. Debe estar resfriado, pensó Bertoldi y le tendió la botella. El mono la agarró, la miró de cerca y al ponerla hacia abajo lo sobresaltó el whisky que se derramaba a sus pies. Desconcertado, le acercó la lengua y la lamió como si fuera un chupetín. Al cónsul le pareció que sonreía mientras daba vuelta la botella tratando de averiguar por dónde salía el líquido. Bertoldi levantó un brazo e hizo la mímica de beber al seco. El gorila lo miró, interesado, gruñendo bajito, aspirando los mocos, golpeando estruendosamente el paragolpes contra un guardabarros del camión. El negro que parecía mejor alimentado bajó un poco el vidrio y gritó "gziga dum, gziga dum" y volvió a encerrarse. "Ya me vas a venir a pedir limosna, vos", pensó Bertoldi y siguió con el ademán del tipo que bebe de pie. Al fin, el mono lo imitó, pero una parte del whisky se le deslizó por el brazo. El cónsul lo observó tragar y luego lamerse los pelos con más curiosidad que gusto. Miró a su alrededor, calculando hasta dónde podría llegar si salía corriendo de golpe. Pero el mono ya estaba tendiéndole la botella. Pronunciaba una suerte de "ah" larga y monótona. El cónsul bebió hasta quedarse sin respiración. El animal había dejado de estrellar el paragolpes contra el camión y esperaba, complacido e impaciente. Bertoldi calculó que la botella estaría por la mitad y volvió a ofrecerla. Los movimientos del mono fueron más precisos esta vez. Tomó mirando al cielo, largamente apoyando el pico sobre los dientes de abajo, hasta que se atoró y empezó a toser. El cónsul recibió una lluvia de baba sobre la cara, pero no se movió. El mono arrojó el paragolpes contra el frente de una casa y fue a sentarse sobre el guardabarros abollado. Al toser hacía un ruido lastimero y la nariz mojaba el piso como una canilla mal cerrada. Bertoldi quiso sacarle la botella, pero el gorila cambió la tos por un rugido y le tiró una patada imprecisa. Estuvieron un momento en silencio, estudiándose. Los tres nativos apoyaban las narices contra el parabrisas del camión y no se perdían detalle. El mono tomó otro trago y entregó la botella. Bertoldi trató de beber sin tocar el vidrio con los labios porque lo sentía húmedo y pegajoso. Cuando devolvió la botella, sintió que todo empezaba a girar a su alrededor y buscó un punto de referencia para mantenerse de pie. Un foco del bulevar lo hizo sentirse de nuevo en la tierra. El gorila chupaba estirando la trompa y movía la cabeza como si se dejara llevar por una melodía. Bertoldi encendió un cigarrillo y empezó a silbar un tango tristón. Se bamboleaba. Pasaron el whisky ni par de veces más, mirándose a los ojos y sacándose la lengua. El mono paladeaba las últimas gotas mientras el cónsul arrancaba una y otra vez Sur, paredón y después, sin que el siguiente verso le viniera a la memoria. Por fin enganchó una luz de almacén y se derrumbó hacia adelanten brazos del gorila. Estuvieron un rato cabeza contra cabeza, hasta que el animal lo tomó de un hombro, lo apartó medio metro y le mostró la botella vacía. Bertoldi, de rodillas sobre el empedrado, la puso boca abajo y abrió los brazos, apenado. El mono se golpeó el pecho entonando un "ah" distinto, tal vez suplicante, y empezó a desmoronarse suavemente, como una montaña de lana. Su cuerpo ocupaba el ancho de la calle. Estaba boca arriba, mirando las estrellas, jadeando, agitando los brazos como si tratara de atrapar una mosca o de agarrarse a una liana que viene y va. El cónsul había logrado ponerse de pie aferrándose al radiador del camión; patinaba en nuestra marcha sin querellas por las calles de Pompeya, hasta que encontró los ojos de los negros que espiaban desde el otro lado del vidrio. Les hizo una mueca de desprecio y se acercó al mono para ayudarlo a levantarse. Hizo fuerza tironeándolo de un brazo, pero también él se fue al suelo y se puso a cantar a toda voz hasta que se quedó dormido. El gorila le dio unas palmadas en la espalda, se levantó buscar la botella y encaró hacia el bulevar. Caminaba de costado, haciendo eses, levantando las patas endurecidas, así llegó a la barrera antiargentina. Al verlo llegar, los toldados se refugiaron en la garita y uno de ellos empezó a hablar por teléfono a los gritos. El gorila aplastó la nariz contra el vidrio blindado y lanzó un chillido que parecía de súplica. Levantó la botella vacía, retrocedió trastabillando, y se la llevó a la boca con un enredo de locos. Cada tanto la tendía hacia donde había quedado el cónsul, como si reclamara compañía. Estuvo así un rato largo, vacilando, igual que una palmera en la tormenta, hasta que estrelló la botella contra la garita. Después salió a la deriva, pateando cascotes, y llegó hasta un boquete que conducía al patio de la embajada británica.