Fue hasta el sofá y se dejó caer, abatido, entre los almohadones deshechos. Mientras Estela estaba a su lado, aún tenía esperanza de escapar vivo de allí, pero cuando ella cayó enferma y la cancillería no respondió al telegrama que imploraba la repatriación se dio cuenta de que no podría salir de ese lugar porque ni siquiera tenía un amigo y su existencia no contaba para nadie. Las veces que intentó llamar por teléfono en cobro revertido el operador le respondió que ese número ya no correspondía al Ministerio de Relaciones Exteriores.
Desde que empezó a encontrarse con Daisy en la caballeriza, pensó que al menos alguien contaba los días esperándolo, que era algo más que un funcionario improvisado e inútil de un país que nadie conocía. Pero ahora los servicios de inteligencia lo habían arruinado todo y Mister Burnett parecía decidido a convertir su desengaño matrimonial en una cuestión de Estado. Bertoldi se dijo que nunca terminaría de entender la mentalidad británica.
Fue al baño, dejó la carta sobre el lavatorio, y abrió la ducha. Las hormigas habían hecho un agujero en la pared, junto a la bañadera, y formaban una larga fila que bordeaba los zócalos hasta el aparador de la cocina. Había probado todos los insecticidas, incluso uno inglés que Daisy le había llevado una noche a la caballeriza, pero no lograba detenerlas. Iba a meterse bajo el agua cuando oyó que golpeaban de nuevo a la puerta. Por un momento creyó que sería Mister Burnett en persona, pero por la ventana vio a tres negros con el uniforme de la guardia del Emperador y se tranquilizó.
– El embajador de la República Argentina-. El que hablaba leía de reojo un apunte escrito en la palma de la mano.
– Cónsul. A sus órdenes.
– Mister Bertoldi, Fa-us-tino -le costaba pronunciarlo.
– Servidor, oficial.
– Su Majestad está esperándolo.
El cónsul sintió que se le aceleraba el ritmo del corazón y se quedó como petrificado con una mano en el picaporte. Luego fue al dormitorio, a vestirse y advirtió que temblaba. Se preguntó hasta dónde llegaría Mister Burnett y por qué había decidido llevar el asunto ante el gobierno. Mientras se ponía el traje miró a los hombres a través de la puerta entreabierta. El que había hablado estaba parado frente al mapa de la República. Otro observaba de cerca el retrato de Gardel y el tercero montaba guardia en la puerta. Bertoldi limpió los zapatos con una punta de la colcha y volvió a su despacho.
– Su presidente se metió en un lío -dijo el oficial señalando a Gardel.
El cónsul asintió con una sonrisa mientras se colocaba una escarapela en la solapa.
– A su disposición -dijo, y salió sin echar llave.
Viajaron en silencio. El Buick con la bandera de Bongwutsi trepaba por las colinas mientras el chofer discutía con alguien por un walkie-takie. El cónsul, apretado entre dos soldados, buscó comprender la situación, imaginar qué podía haber llevado a Mister Burnett a recurrir al propio Emperador. Trató de ponerse en su lugar, pero enseguida se dijo que Estela nunca se habría entregado a otro hombre y desistió de la comparación. Tal vez, pensó, el inglés sólo buscaba un buen motivo para obtener el divorcio, o para que la prensa de Londres hablara de él. Se dió cuenta de que el aire acondicionado le permitía razonar con más claridad y atribuyó su dificultad para ordenar las ideas a que el aparato del consulado estuviera descompuesto desde hacía más de un año.
El auto se detuvo frente a una gigantesca escalinata. Un soldado de pantalón sobre la rodilla saludó a desgano y abrió la puerta de un tirón.
El Primer Ministro esperaba en la galería, sobre la alfombra verde y amarilla. Mientras le estrechaba la laño, Bertoldi creyó verle un reproche en la mirada. -Supongo que conoce las reglas, embajador. -No estoy seguro. Es la primera vez que… -Su Majestad quiere expresarle personalmente el disgusto del gobierno. Cuando estemos frente al trono salude inclinando el cuerpo y quédese con la cabeza baja. Solo hablará si el Emperador se lo ordena. De todos molos yo tengo que hacer lo mismo, así que no tiene más que imitarme. Cuidado al retirarse: no vaya a dar la espalda al trono ni a levantar la cabeza. Retroceda siguiendo la larca de la alfombra para no chocar con la planta que nos regaló Monsieur Giscard d'Estaing. Ahora sáquese eso e lleva ahí.
– Son los colores de la Argentina, excelencia.
– Con más razón.
El Primer Ministro le arrancó la escarapela y la arrojó canasto de los papeles.
– Protesto, señor.
– A la salida la recoge, hombre. Vamos.
Atravesaron un corredor y luego dos salones infinitos y desiertos. Todas las ventanas estaban protegidas por barrotes. Se detuvieron ante una puerta custodiada por dos hombres de túnicas verdes y bonetes que terminaban en cabeza de serpiente. El Primer Ministro habló con un secretario y señaló a Bertoldi. El cónsul se dijo que sería, mejor negarlo todo. La puerta empezó a abrirse pesadamente y el Primer Ministro lo tiró de un brazo. Bertoldi bajó la cabeza y se vio la punta de los zapatos gastados. La habitación estaba en semipenumbra. Una luz difusa insinuaba las columnas del trono talladas en oro. De reojo, vio al Primer Ministro doblado en dos y más allá un bulldog con un collar de diamantes. Sintió el silencio y la frescura del templo hasta que desde lo alto le llegó una voz ronca y vieja.
– Explíquese, embajador. Yo creía conocer todas las formas de la estupidez humana, pero ésta me deja perplejo.
El cónsul permaneció callado hasta que el Primer Ministro lo sacudió de un codazo.
– Mister Burnett exagera, Majestad.
– Reuter y Associated Press dicen lo mismo que él -un largo rollo de télex cayó como una serpentina y se enredó a los pies del cónsul-. Son hijos de ingleses, hablan como ingleses, viven como ingleses, ¿qué demonios busca un argentino ahí?
Bertoldi mantenía la cabeza gacha pero levantaba los ojos hasta hacerse daño. Alcanzó a ver unos pies desnudos y viejos apoyados en un pedestal de marfiles. Sintió otro codazo.
– Alivio, señor. Un poco de paz.
– ¡Ah, es una guerra santa, entonces! Sin embargo Mister Burnett pide soldados, no filósofos. Voy a decirle una cosa, embajador: no me disgusta que los ingleses reciban una lección de tanto en tanto, pero al final siempre somos nosotros los que pagamos los platos rotos. Si ustedes siguen en esa condenada isla voy a tener que mandar un batallón y bien sabe Dios que mi gente no ha visto nunca el mar…
– Usted insinúa que…
El Primer Ministro le hundió el codo en las costillas.
– ¿Qué tiempo hace allí ahora?
– ¿Dónde…? -el cónsul sintió una oleada de calor que le subía por la espalda.
– En las Falkland.
– ¡No me diga que…! -el cónsul hablaba en español.
– Hielo, nieve, siempre nos tócalo peor…
– ¡… recuperamos las Malvinas!
– ¿Qué dice?
– ¡Viva la patria, carajo!
El Primer Ministro estrelló el zapato contra una pantorrilla del cónsul que gritaba como un desaforado.
– Sí, parecen inmensamente imbéciles -dijo el Emperador con voz cansada-. Sáquenlo de aquí. ¡Fuera! ¡Que vengan los otros!
Dos hombres lo arrastraron hasta la puerta. El cónsul alcanzó a dar otros tres vivas a la patria y antes de que lo sacaran escaleras abajo pudo oír que el Emperador se sonaba ruidosamente la nariz.