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Lauri empujó la puerta del Procope con la maleta y miró cada una de las mesas de la planta baja. Luego fue hacia la escalera disculpándose en francés cada vez que la valija chocaba contra alguna silla. Durante el viaje, sentado entre dos gendarmes, había pensado que Quomo no estaría allí y que posiblemente no lo vería nunca más. Con el tiempo tal vez leería en un diario la noticia de su triunfo o de su muerte.

Llegó al primer piso y recorrió detenidamente el salón. Había varios negros comiendo, pero no el que buscaba. Bajo el óleo de Voltaire había un africano viejo y flaco que no le sacaba la vista de encima. Lauri miró la hora y se dispuso a esperar un poco. Iba a llevar la valija al guardarropas cuando el viejo se puso de pie y se le acercó. Arrastraba una pierna, pero se movía con soltura.

– ¿Mister Lauri?

El argentino sintió que el alma le volvía al cuerpo.

– De parte de la persona que usted busca. Mi nombre es Chemir.

– Mucho gusto – Lauri le tendió la mano-. Ya oí hablar de usted.

– Me llamaron de Zurich, señor. ¿Alguna dificultad?

– No, el papeleo para solicitar el refugio, nada más.

– Entonces todo está en orden. Ahora, si le parece, tenemos que deshacernos del inglés.

– ¿Otro más?

– El pelirrojo aquél. Viene detrás suyo. ¿Se enteró de que la flota británica va a bombardear las Falkland?

– ¿Ya?

El negro hizo un gesto de desazón.

– Temo que sea muy pronto, señor. Habrá que precipitar todo. ¿Tiene algo irreemplazable en su valija?

– Nada más que ropa.

– Bien. El comandante está en el Georges V, habitación 502. Tome un taxi y avísele de dónde me llevaron. No creo que falte más de dos o tres días.

Sin agregar una palabra se dio vuelta, caminó hasta la mesa del pelirrojo, y le tiró un puñetazo a la nariz. El inglés cayó hacia atrás y con los pies volteó la mesa en la que tenía un Martini recién servido. Lauri dejó la valija y mientras las camareras llamaban a la policía, descendió por la escalera tratando de mantener la calma. Sobre él boulevard Saint Germain detuvo un taxi y se hizo conducir al Georges V. Subió al quinto piso sin detenerse en la recepción. Golpeó con suavidad en la 502 y esperó mirando a los costados para estar seguro de que no lo seguía nadie. Quomo apareció en la puerta envuelto en una bata, azul de seda; estaba bien afeitado y olía a agua de colonia.

– Lo felicito -dijo y le dio una palmada en el brazo-, Gran trabajo.

Lauri le devolvió el gesto y entró en la habitación. En uno de los televisores había un programa de juegos y en el otro un informativo. Sobre la cómoda Lauri vio una valija azul sin abrir.

– Excelente puntería -dijo Quomo y fue a buscar una botella de whisky-. Ese campanario sonaba a música celestial.

– ¿Salió todo bien?

– Perfecto. El francés vino como si hubiera recibido un telegrama y hasta me pidió disculpas por la demora.

– ¿Y el sordo?

– Cuando yo salí estaba en la vereda mirando el reloj.

– ¿Qué hizo con el arma?

– La envolví en una bolsa de plástico y la tiré al lago. Esta mañana los gendarmes me trajeron en tren. La persona que mandó a buscarme se metió en un lío por golpear a un inglés y me pidió que le avisara.

– ¿Lío de qué tipo?

– Le dio un tortazo.

– Lástima, lo vamos a necesitar para preparar el viaje.

– ¿Cuánta gente tiene?

– Todo el pueblo está conmigo.

– Gente en armas, digo.

– En armas usted, yo y dos más.

– Pero tropa, con qué tropa cuenta.

– En eso está el irlandés. El va a mover un poco el ambiente allá.

– ¿Es un tipo serio?

– Lo encontré en el Sahara. Es el que organizó las columnas de Agostinho Netto, así que es hombre de terreno. Además sueña con la revolución. El proletariado era el único espejismo que veía mientras caminábamos por la arena.

– ¿Pero estuvo en alguna?

– De Argelia para acá en todas. Le diría que en tantas como yo. A veces, cuando el sol nos hacía delirar, yo me acordaba de mi madre, de mis hijos, que a muchos no los conozco, pero él sólo veía gente en armas. Nunca me voy a olvidar cuando asaltó el Palacio de Buckingham tirado en una duna, con los ojos desorbitados.

– ¿No va a llamar la atención por ser blanco?

– Ya le dije que estuvo con Netto en Angola. ¿Por qué no va a comprar ropa nueva? Da pena como anda vestido.

– A mí me enseñaron que la ostentación es un vicio burgués.

– No confunda. Un revolucionario es elegante por respeto a los demás, sobre todo cuando prepara la toma del poder y no quiere tener a la policía sobre los talones.

– Es una curiosa filosofía la suya. Esa bata debe costar un dineral.

– Dos mil dólares.

– ¡Dos mil dólares!

– Más otro tanto por el traje y las camisas. Voy a tener que enseñarle algunas cosas, Lauri. Por ejemplo que los buenos revolucionarios podemos empezar vestidos en Cacharel, porque siempre terminamos chapoteando en el barro, mordidos por la carroña, conduciendo una columna de andrajosos que buscan justicia. Estoy harto de burócratas que hicieron el camino inverso. A eso, ve, yo le llamo traición.

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