En la planta alta, O'Connell encontró un vasto hall desierto. Al fondo, un sereno negro fumaba a hurtadillas. Daba una pitada y enseguida escondía el cigarrillo detrás de la espalda. El irlandés lo tomó de sorpresa y lo encaró con un gesto de reproche.
– Acá se metió un negro -dijo.
– No, señor -respondió el sereno, inquieto-, yo lo habría visto.
– Cuando usted prendía el cigarrillo.
– Le aseguro que no, señor -temblaba y la brasa empezaba a quemarle los dedos, – aquí no entró nadie.
– ¡Apague eso!
– Sí, señor -el sereno sacudió una mano y el cigarrillo cayó al suelo. O'Connell lo pisó.
– Vamos a buscar a ese tipo.
El irlandés le dio un empujón y el sereno fue adelante, lentamente. Le costaba arrastrar el pantalón largo y la chaqueta de botones dorados. Entraron a un gigantesco pabellón que olía a formol. De allí, a oscuras, podían escuchar la lluvia contra las ventanas. El sereno quiso encender las luces pero el irlandés lo tomó de la chaqueta.
– Deje, está bien así.
– Si buscamos a un negro lo mejor es prender la luz, señor.
O'Connell se quedó un rato en silencio. No tenía la menor idea de dónde se encontraban.
– A ver, encienda un fósforo -dijo.
El negro cumplió la orden. De abajo empezó a llegar un aire de vals. O'Connell lo acompañó con movimientos de la cabeza y escuchó un ruido de pasos que subían la escalera. El sereno apagó el fósforo y sacudió los dedos. El que se acercaba prendió una linterna y avanzó hacia la llave de luz.
– Ya lo tenemos -dijo O'Connell por lo bajo.
Cuando el agente inglés vio la llama, pensó que había encontrado al hombre que buscaba. Se acercó al interruptor, pero antes de alcanzarlo sintió un golpe seco en una pantorrilla. Se agarró la pierna creyendo que había tropezado con un mueble, y apretó los dientes para no gritar. Buscó en la oscuridad una pared donde apoyarse y la linterna se le cayó de las manos. Entonces O'Connell le pasó un brazo alrededor del cuello y lo ahogó antes de que pudiera recuperarse de la sorpresa. Cuando el cuerpo cayó al piso, el sereno lo pateó y masculló algo en su, idioma.
– Voy a tener que pasar un informe -dijo O'Connell.
– Un informe no, señor. Voy a perder el trabajo.
– ¿Ah, sí? Y qué me sugiere, ¿que me lo coma?
– Lo tiramos por la ventana. Vino a robar y se cayó – hizo un gesto con el pulgar hacia abajo.
– No sea estúpido, cómo va a llegar un ladrón hasta aquí.
– Debe ser de la casa, señor. Deje que le vea la cara.
– No, no encienda, ¿qué importa si es de acá?
– Que puede ser un pariente, señor. Tengo un primo que siempre pregunta por el museo y no me gustaría arrojarlo por la ventana.
– La idea fue suya.
– No había pensado en mi primo, señor.
– ¿Anda de smoking su primo? -Eso sí que no. Trabaja de cocinero.
– Bueno, éste tiene smoking. Toque.
– Raro un negro de smoking, señor. Espero que no hayamos golpeado a un diplomático.
– No se preocupe. Vaya a abrir una ventana.
O'Connell guardó la linterna y cargó al inglés sobre un hombro. Oyó un aire de Strauss y se dijo que era hora de regresar al salón antes de que notaran su ausencia. El negro abrió el ventanal y la lluvia les salpicó las caras. El irlandés depositó el cuerpo sobre el rellano y miró hacia el jardín.
– Se va a romper todo -dijo.
– Si lo largamos despacio, no -insistió el sereno.
– Bueno, agárrelo de las piernas.
El sereno empujó por los tobillos hasta que el cuerpo quedó colgando al otro lado de la ventana.
– ¿Lo suelto? -preguntó, agitado.
– Todavía no, acompáñelo un poco más, que no se golpee tanto. Eso, inclínese. Lo ayudo.
El negro había quedado con medio cuerpo a la intemperie, sosteniendo el peso muerto. O'Connell se colocó detrás de él, lo tomó de las rodillas y empujó bruscamente hacia afuera. El sereno salió catapultado detrás del inglés. O'Connell oyó una exclamación de sorpresa y luego el golpe contra la vereda. Al fondo se veían las luces del muelle y a un costado, sobre la colina, la rampa de lanzamiento de bengalas y cohetes que Mister Burnett había preparado para festejar el cumpleaños, de la reina y el desembarco de la flota británica en las Malvinas.