El agente Jean Bouvard estacionó el Renault frente a la entrada del Georges V y sintonizó France Musique. Nunca había notado la diferencia entre un negro de Senegal y otro de Bongwutsi, así que mal podía exigirle su jefe que reconociera en plena oscuridad a un comunista africano. Esa mañana lo habían degradado y humillado delante de sus camaradas y sólo había obtenido un plazo de cuarenta y ocho horas para recuperar el dinero.
Esperó una hora y media hasta que Quomo y los otros regresaron al hotel. Entonces controló el reloj y colocó contra el parabrisas un permiso de libre estacionamiento para discapacitados.
Lo sorprendió encontrar en el hall al agente británico Fred Richardson, que salía de una cabina de teléfonos. Tenía la cara hinchada y llevaba unos anteojos negros que apenas le cubrían el ojo en compota. Bouvard se escondió detrás de una columna y lo miró ir hacia los ascensores. Lo había conocido en el Chad, cuando las tropas francesas lo encontraron dormido bajo el sol con el Times abierto en la página de deportes. Estaba tan despellejado que tuvieron que devolverlo a Londres en un cajón de hielo picado. Desde entonces su área de operaciones se había restringido a los países nórdicos y Bouvard se asombró al encontrarlo en París. De inmediato dedujo que Richardson iba detrás del argentino y temió que sus movimientos alertaran a Quomo.
Cuando el ascensor partió, el francés salió de su escondite y se acercó al indicador para ver dónde se detenía. Luego corrió por la escalera de incendios y subió hasta el quinto piso ahogándose, jurando que al día siguiente dejaría de fumar. Recorrió el pasillo alfombrado hasta que encontró una habitación con la puerta entreabierta. La empujó con cuidado y vio que el inglés se quitaba los zapatos y salía al balcón. Desconcertado, Bouvard entró al living y se escondió detrás de una cortina. Desde allí observó cómo Richardson guardaba los anteojos y armaba el silenciador de la pistola. El francés pensó, con alivio, que si el inglés se encargaba del argentino, le allanaría el camino para sorprender a Quomo. Lo vio subir a la baranda del balcón e inclinarse sobre el vacío. Ganado por la curiosidad, entró al dormitorio para mirarlo de cerca y comprendió que se proponía saltar a la suite vecina. El francés calculó que el mayor obstáculo no era la distancia de dos metros y medio, sino la llovizna que dificultaba la visión y humedecía el piso. Supuso, sin embargo, que el entrenamiento de los británicos preveía esas dificultades y se deslizó en la oscuridad para no perderse detalle. Parado bajo el toldo podía distinguir el patio y la piscina desierta.
Richardson hizo algunas flexiones, abrió los brazos, dobló las rodillas y dio un breve grito de guerra antes de saltar al vacío. Bouvard lo vio perderse en la oscuridad, con el saco inflado como un paracaídas, y no pudo contener un gesto de admiración y envidia.
Mientras se deslizaba por la cuerda Lauri escuchaba las voces de Quomo y Chemir que susurraban en el balcón de abajo. La lluvia le había levantado el ánimo y pensaba que seguramente Lenin no había empezado su revolución colgando de una soga sobre el patio de un hotel.
Trataba de concentrarse en ese pensamiento para nos sentirse tentado de mirar hacia el patio. En el segundo piso, el comandante lo ayudó a bajar y le mostró una latas de cerveza olvidadas en el suelo. Desde adentro llegaban: los ruidos de dos ronquidos distintos. Abrieron las latas y brindaron con un gesto. Estaban bebiendo con las cabezas tumbadas hacia atrás cuando vieron, los tres al mismo tiempo, la chaqueta inflada por el viento y los brazos abiertos del agente Fred Richardson que caía en silencio resignado a su suerte. Cuando se estrelló en la piscina oyeron el ruido de una ola que arrastró las reposeras. Después volvió el silencio y nadie salió al patio. Chemir ató la penúltima cuerda y terminó la cerveza.
– ¿Quién sería? -preguntó como para sí mismo.
– Enseguida lo vamos a saber -dijo Quomo-. Los Kruger no paran de hacer salvajadas esta noche.