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El agua bajaba por las callejuelas sinuosas y se deslizaba hasta el lago arrastrando a su paso la basura y la mugre acumuladas durante la estación seca. Mientras se alejaba del Sheraton con la valija a cuestas, en los oídos del cónsul resonaba la voz del paralítico que lo trataba de bolchevique y falsificador.

Por un rato creyó que pasaría sus últimas horas en Bongwutsi haciendo el amor con la adolescente casi desnuda. Pero el tejano lo había arruinado todo y ahora tenía que buscar un refugio hasta la hora del ómnibus. Pensó en ir a un hotel más barato, pero dedujo que la policía, alertada por el paralítico, no tardaría en ubicar su paradero. Llegó a la plaza del mercado y dio un rodeo para evitar la marea que salía de las letrinas desbordadas. Los mendigos dormían amontonados en la recova y tuvo que pasar entre ellos antes de volver a la vereda. Se detuvo bajo el toldo que cubría la estatua del Emperador y abrió la valija para sacar la botella. Pensó que, por precaución, le convenía abordar el ómnibus lejos del centro. Tomó otro trago y prendió el encendedor para mirar la hora antes de alejarse del monumento. Hasta los blancos tenían prohibido detenerse frente a la estatua. En tiempo de sol la guardia la cubría con una sombrilla de seda, y en la estación de las lluvias con un toldo de nailon. Mientras se alejaba, el cónsul recordó lo que Mister Burnett le había contado poco después de su llegada al país. Cuando los comunistas tomaron el poder, el dictador Quomo hizo la promesa de inaugurar las obras de desagüe arrojando a las cloacas a los embajadores de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. Pero sólo alcanzó a abrir la primera zanja, junto al puerto, y a su caída el Emperador la hizo cubrir con los cadáveres de los guerrilleros. Los británicos enviaron la maquinaria para rehacer el pavimento y, en la estación de las lluvias, el agua siguió abriendo grietas y arrastrando ratas y perros muertos hacia las playas y los muelles.

Bertoldi se acercó a la rotonda del bulevar de las embajadas y oyó a lo lejos, un aire de vals y dos detonaciones. Sé ocultó detrás de un Cadillac negro que tenía una bandera norteamericana y vio que los guardias ingleses cubiertos con largos capotes grises, habían dejado sus puestos para asomarse por encima de la cerca que cerraba el jardín. Bertoldi bebió otra vez y apoyó la valija sobre el paragolpes del coche. Cuando terminó Strauss, la orquesta siguió con Suppé, por lo que el cónsul creyó que los invitados estarían bailando en las galerías. Hubo otros dos estampidos, pero la música continuó. Los soldados conversaban entre ellos y de vez en cuando alguno iba a fumar un cigarrillo con los que estaban dentro de la nueva garita. El cónsul temía que lo sorprendieran merodeando por allí y fue hacia la diagonal que conducía al centro. Tenía que hacer tiempo hasta la hora del ómnibus y se dijo que lo mejor sería entrar al cine. La función ya había comenzado y daban dos películas norteamericanas con actores negros que no conocía. Sacó la entrada con un billete falso y con el vuelto compró un paquete de maní tostado. El que cortaba las entradas le dijo que estaba prohibido pasar con paquetes y valijas a causa de los atentados, pero cambió de idea cuando Bertoldi le dio unas monedas.

Se sentó en la última fila, siguió un rato la película ya comenzada y, como no pudo encontrar el hilo del argumento, se quedó dormido con la maleta entre las piernas Se despertó cuando los hombres salían para el intervalo, Era el único blanco en la sala y tuvo, por un instante, la misma sensación que cuando subió al ómnibus y le robaron la billetera. Varios chicos lo observaban, extrañados, desde las butacas vecinas y los que iban al hall se daban vuelta para mirarlo. El cónsul abrió el paquete de celofán y mastico lentamente los maníes con la convicción de que ese gesto lo acercaba a los demás. Luego advirtió que había olvidado sacarse el impermeable y que el ruido del nailon podía incomodar a otros espectadores. Se lo quitó con cautela, lo acomodó en la butaca de al lado y siguió ton los maníes hasta que las luces se apagaron y empezó la publicidad de Cinzano. Todos los protagonistas eran blancos y al verlos tan alegres y despreocupados junto a una piscina, el cónsul se tranquilizó un poco.

En cambio, los héroes de la segunda película eran negros y la acción se situaba en la selva de Vietnam. Los comunistas torturaban horriblemente a los soldados norteamericanos y el único protagonista blanco ideaba el plan para huir del campo de prisioneros. Bertoldi tomó un trago de whisky y volvió a dormirse. Abrió los ojos cuando una música estridente acompañaba la fuga de los soldados que habían recuperado la bandera de las barras y las estrellas y uno de los negros moría abrazado a ella.

Poco antes de que se prendieran las luces guardó la botella, se puso el impermeable y el sombrero, y se apuró para no mezclarse con la multitud. Cuando quiso levantar la maleta, sintió que la manija se le escapaba de entre los dedos. Las manos vacías empezaron a temblarle y se agachó entre las butacas alumbrándose con la llama del encendedor. La música siguió, épica, mientras desfilaba el reparto de actores secundarios y la gente recogía los pilotos. Entonces Bertoldi vio que el cerrojo de la valija había cedido. El tubo de dentífrico rodaba por la pendiente del pasillo y la ajada foto de Carlos Gardel desaparecía bajo un manto de billetes flamantes, desparramados a los pies del público.

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