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Chemir llegó con la noticia de que los británicos habían, levantado el batallón de Bongwutsi para enviarlo a las Malvinas. De inmediato, Quomo telefoneó al sultán El Katar y lo invitó a cenar en casa de Florentine para conversar sobre el negocio del alcohol desalcoholizado y el viaje a Bongwutsi. Luego ordenó que el whisky y las otras bebidas se sirvieran en jarra y que las chicas musulmanas tuvieran el día franco.

Lauri miró una vez más por la ventana y vio a los Kruger en el mismo lugar, incorporados al paisaje como los anuncios de las galerías Lafayette y las cabinas de teléfono. Como siempre, uno de ellos comía una salchicha, otro un helado y el tercero se entretenía con un juego electrónico. Los tres tomaban cerveza y fumaban cigarros. El canasto de residuos estaba lleno de latas vacías. Lauri sospechaba que dormían en alguno de los autos estacionados allí y que usaban el baño del bistrot, aunque nunca los vio separarse. Tenían los trajes azules muy arrugados, pero nadie los hubiera tomado por vagabundos: más bien parecían desocupados que esperaban noticias de un nuevo empleo. No hablaban y estaban siempre de pie; a veces uno se acercaba a otro, le tocaba un brazo con el codo y los tres reían como si alguien hubiera contado un chiste.

Lauri observaba que siempre estaban bien afeitados, pero Chemir sostenía que, simplemente, no les crecía la barba. Lo que más parecía molestarles era que los vecinos sacaran a pasear los perros. Cuando los animales orinaban contra la pared y ensuciaban el piso, se indignaban y recriminaban a los dueños. Un par de veces, el argentino los vio conversar con la policía hasta que el patrullero se iba y ellos volvían a la vereda. Durante todo el día leían Pravda y Die Welt y hojeaban revistas de historietas que apilaban cuidadosamente sobre el buzón. Todo parecía serles indiferente: el hombre que pasaba seis veces por día a recoger la correspondencia, los barrenderos, las máquinas que limpiaban la calle, los pasajeros que esperaban el ómnibus, los pegadores de afiches y el cartero. Cuando fumaban echaban la ceniza en el canasto y el que comía helados se guardaba el envoltorio y los palitos en un bolsillo del saco.

Mientras los observaba desde la ventana, Lauri pensaba cómo podía hacer para sacarlos del paso sin acercarse a ellos ni comprometer el negocio de Florentine. A la mañana vio que uno de ellos llegaba con una torta adornada con velitas y que los tres las soplaban al mismo tiempo mientras se daban codazos y se felicitaban con abrazos y apretones de manos. Entonces tuvo la idea de mandar a comprar una caja de Partagas y probar la eficiencia del correo francés.

El Katar y Marie-Christine llegaron a las siete y media, de la tarde en el Rolls y Quomo bajó a recibirlos con un ramo de flores para la dama.

– Supongamos -dijo el sultán cuando se sentaron a la mesa-, que nosotros llegamos con la destilería y el ejército se resiste a que la instalemos. Hay que tener en cuenta que esto es un cambio profundo en las costumbres de una sociedad, casi una revolución.

– De eso se trata, señor mío -replicó Quomo-. La gente está harta de que la envenenen con Coca-Cola y si nosotros producimos nuestra propia bebida vamos a lograr un éxito formidable. Claro, podemos tener algunos problemas con Londres y Washington, pero eso está previsto las masas van a salir a la calle. En una de esas, me animo decirle, hasta se sublevan.

– Lo más difícil va a ser cargar la destilería -dijo el sultán.

– Olvidemos eso. Ya le dije que lo único que necesito es un piloto de los de antes, que pueda volar sin radar y aterrizar en cualquier parte.

– ¿Entonces no hay maquinaria?

– No. Nosotros llevamos la idea y después todo se arma allá, sobre la marcha.

– Pero ¿qué le va a dar a esa gente cuando salga a la calle?

– Argumentos.

– ¿Entonces para qué quiere el avión? -el sultán parecía decepcionado.

– Para decirle la verdad, tengo prohibida la entrada en el país. Y Chemir también, porque de joven fue medio izquierdista. Encima este amigo argentino está en guerra y no lo quieren en ninguna parte. Usted me dirá por qué no pasamos la frontera disfrazados… Es que para atravesar una frontera hay que tenerla cerca y yo, sigo hablándole con el corazón en la mano, tengo cerradas todas las aduanas de África, excepción hecha de Argelia, que queda muy lejos de Bongwutsi.

– Esa prohibición no debe incluir a Libia, estoy seguro.

– Nunca se sabe, sultán. El segundo capítulo de la Exégesis al Libro Verde fue muy discutido.

– No veo qué tiene que ver…

– Esa parte la escribí yo.

– ¿Qué está diciendo?

– A pedido de Kadafi, por supuesto. Las etapas, ¿son indispensables o no? El título se lo puso él.

– ¡Brillante! -exclamó El Katar-. Es ahí donde dice que el Partido Comunista no es científico.

– Es que el coronel acababa de leer a Althusser e insistía en que no se pueden pasar por alto ciertas etapas en la construcción del poder popular y yo le porfiaba que sí. Claro, en ese tipo de discusiones uno se pone bastante terco y cae en abusos teóricos. "Demuéstrelo", me dijo el coronel, y me alcanzó una libretita con lomo de alambre. Bueno, qué compromiso, pensé, pero me fui a un rincón de la carpa y estuve escribiendo toda la noche. No se vaya a creer que él se fue a dormir. Se paseaba, fumaba uno detrás de otro, se arrodillaba a rezar, estaba obsesionado por el tema…

– "Ha llegado el momento de discutir claramente nuestra situación sin tener miedo de las palabras" -recitó el sultán-. Le señalo que el coronel no fuma.

– Ya lo sé, esa noche fumaba de los míos porque estaba muy excitado. Tosía mucho, me acuerdo. A la madrugada le pasé la libretita con los apuntes y salimos a leerlos a la luz del amanecer. "Está bien", me dijo, "usted liquida de una vez por todas el argumento de la evolución al comunismo por etapas. Déjemelo, éste va a ser el segundo capítulo del libro." Después, cuando se publicó, hubo un revuelo bárbaro y el mismo coronel salió a decir que no estaba completamente de acuerdo.

– A mí, para serle franco, me parece apresurado decir que se puede saltar por encima de la dictadura del proletariado.

– Eso lo dice él. Yo puse que una revolución popular puede abolir las etapas, pero el coronel agregó por su cuenta unos cuantos párrafos contra el marxismo y eso yo no lo suscribo. Por eso le digo que no sé cómo está la relación de los libios conmigo. En un tiempo había lío.

– No creo. Lo del marxismo se revisó mucho y esto del desalcoholizado puede interesarle al propio coronel porque es un golpe contra el imperialismo.

– Entonces usted nos lleva…

– Yo estoy de vacaciones y me anoto en cualquier aventura.

– Bueno, esto no es precisamente una aventura.

– No lo decía en el sentido novelesco. Digo que acepto el destino de mis hermanos africanos. Si quiere, incluso puedo proveer alguna chatarra que dejan los amigos que pasan por aquí.

– Ya es la hora -dijo de pronto Lauri, y en seguida se escuchó una explosión que hizo temblar los vidrios. Chemir corrió a la ventana.

– ¡Los Kruger! -gritó-. ¡Se están incendiando!

Quomo se paró y fue a mirar. En menos de un minuto oyeron una sirena.

– Esto es cosa suya -dijo, dirigiéndose a Lauri -. ¿Con qué les tiró?

– Estaban festejando un cumpleaños. En el altillo encontré unas estampillas cubanas, y se me ocurrió que les gustaría recibir una caja de habanos de parte de Fidel Castro.

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