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La hierba había crecido alrededor de la tumba de Estela y el cónsul estuvo toda una mañana arrancándola con una azada. Mientras trabajaba iba contándole lo ocurrido desde los primeros días de la guerra y se demoró en el asalto a la zona de exclusión y la llegada de O'Connell. Contó también la partida de Daisy, pero ni siquiera esta vez se atrevió a confesar que habían sido amantes clandestinos. Bertoldi sabía que hablaba para sí mismo, pero una extraña compasión le impedía evocar en ese lugar su relación con la esposa del embajador británico. Un nativo que pasó a su lado creyó que el cónsul rezaba y se santiguó en señal de respeto. Por momentos el cielo claro se estremecía con un relámpago y Bertoldi pensó que durante las lluvias le sería imposible atravesar el lodazal para llegar hasta la tumba.

Cuando el rectángulo estuvo limpio de arbustos se quedo un rato en cuclillas, mirando la tierra reseca. Le costaba creer que el cuerpo de Estela estuviera cubierto de gusanos, que la piel se le desgajara día a día como en esas horribles películas de Christopher Lee. Casi involuntariamente, empezó a rascar la tierra con la llave de la casa hasta que encontró una raíz carcomida por los bichos. Entonces estrelló un puño contra el suelo y sintió que el sol estaba revolviéndole los sesos. En voz muy baja pidió perdón por sus pensamientos y se puso de pie, empapado, Estuvo un rato en silencio, secándose el cuello con un pañuelo. Un poco más allá dos peones cavaban un pozo y se turnaban para ir a descansar bajo un árbol. El ruido de un trueno le hizo levantar la cabeza y recordó que, cuando estaban juntos, Estela apagaba las velas para descifrar mejor las figuras que cruzaban por el cielo. Cuando caía una estrella, cerraba los ojos y pensaba en secreto un deseo que los dos creían realizable. Por un instante, el cónsul tuvo la sensación de que en ese tiempo eran felices porque aún creían que podía sucederles algo nuevo. Habían decidido tener un hijo cuando regresaran a Buenos Aires, pero después ni siquiera volvieron a hablar de eso y fueron encerrándose en sí mismos hasta vivir como una sola persona que repetía mecánicamente la rutina de todos los días. Estaba preguntándole a Estela por qué no habían luchado con más fuerza, por qué se habían entregado a la resignación, cuando uno de los peones se acercó a reclamar la azada. Bertoldi le dio un billete de una libra y el enterrador se quitó dos veces el sombrero antes de salir corriendo hacia donde lo esperaba su compañero. El cónsul caminó hasta la calle sombreada por las palmeras y se paseó entre las tumbas, enfrascado en sus pensamientos. Al pasar frente al panteón de los ingleses, un negro bien trajeado, que salió de abajo de una cúpula, lo llamó por su nombre y se alejó por la vereda. El cónsul creyó reconocer la ropa y se quedó mirándolo, desconcertado. El desconocido entró en la capilla a paso lento, y lo invitó con un gesto a ir detrás de él. Bertoldi dudó un instante, se sonó la nariz, y concluyó que no arriesgaba nada con seguirlo. El hombre se arrodilló frente al Cristo, juntó las manos y bajó la cabeza como si dijera una oración. El cónsul se hincó a su lado y le copió los gestos con impaciencia.

– Hace días que vengo a buscarlo. Ya se imagina.

El cónsul lo miró de reojo. Había poca luz y apenas podía distinguir que se trataba de un tipo elegante.

– ¿Usted es del gobierno? -dijo Bertoldi.

– No me pregunte nada. Su valija está en la conserjería del Sheraton.

Metió dos dedos entre el pañuelo que asomaba del bolsillo del saco y le pasó un ticket amarillo.

– Perdone la demora, pero todo el mundo está nervioso por las bombas.

– ¿Una valija?

– No hubo tiempo para preparar algo mejor. Le sugiero que la retire antes de la fiesta de los británicos, pero ande con cuidado: su casa está demasiado vigilada.

Bertoldi miró hacia los costados. Un cura joven estaba cambiando las velas de la Virgen.

– Se va a reír pero no tengo plata para ir al hotel.

– Está todo pago.

El cónsul movió la cabeza, intrigado.

– Perdone la curiosidad. ¿Ese traje lo compró en Yves Saint Laurent?

El hombre tuvo un sobresalto.

– ¿Me estuvo vigilando?

– No, por favor, no tiene importancia.

– Lo había subestimado, embajador.

Estuvieron unos minutos en silencio y el cónsul se dio cuenta de que había empezado a rezar de verdad. Completó el Padre Nuestro y se animó a preguntar:

– ¿Por qué yo?

El negro se levantó, se persignó, y lo miró por primera a los ojos.

– Usted es demasiado modesto, Mister Bertoldi.

Después fue hacia la salida y el cónsul lo vio caminar a contraluz. El traje no tenía ni una arruga. Sintió deseos alcanzarlo pero estaba tan desconcertado que siguió rezando hasta que se le secaron los labios. Salió despacio, el sombrero en la mano, tratando de darle un sentido que había dicho aquel hombre. Luego de una larga reflexión lo relacionó con el cerrado lenguaje de los diplomáticos y los terroristas. Entonces recordó que O'Connell le había anticipado la llegada de una encomienda y tuvo la certeza de que el irlandés lo estaba utilizando para recibir armas. En un arranque de furia pateó una corona marchita que rodó hasta el portal de la capilla y salió a la calle. Llamó un taxi, le dio la dirección del consulado y le explicó cómo esquivar la zona de exclusión. Iba con la idea de cantarle cuatro frescas a su refugiado, pero de pronto advirtió que todavía no había almorzado y tenía una habitación paga en el hotel que siempre había querido conocer.

Lo pensó un instante y cuando pasaron frente a la estación se inclinó hacia el conductor para decirle que lo llevara directamente al Sheraton.

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