El maestro de ceremonias ordenó a la orquesta que llevara los instrumentos bajo la glorieta y suprimió a Rossini del repertorio para garantizar la imparcialidad más absoluta en el campo del honor. El coronel Igor Yustinov se acercó al teniente Tindemann y le indicó que fuera a informar a Moscú de la desavenencia surgida entre los aliados y al mismo tiempo, recogiera la cámara fotográfica. El coronel, que no había presenciado nunca una muestra tan pintoresca de la decadencia capitalista, se abrió paso entre los diplomáticos y sus mujeres para seguir de cerca los preparativos del duelo.
Monsieur Daladieu dejó a los rivales separados en la galería y ordenó al agregado naval que trajera las mejores armas de su colección. Mister Fitzgerald y Herr Hoffmann padrinos del inglés, propusieron que los adversarios dispararan a veinte metros de distancia. El portugués Lope Carvalho y el holandés Larsen, apoderados del commendatore Tacchi, sugirieron el calibre veintidós y un largo de treinta metros sin ninguna iluminación. Monsieur Daladieu pidió un tiempo de reflexión y fue a inspeccionar el terreno, más allá de la pileta de la natación. A medida que se internaba en el parque, pensó que tal vez habría sido preferible organizar el enfrentamiento en la cuadra de los negros. Caviló un momento, mientras el agua se le deslizaba por entre las suelas de los zapatos, y recién entonces advirtió que había olvidado las reglas aprendidas en la escuela de Saint-Cyr. Sabía que llovería durante varios meses pero no recordaba ningún duelo a pistola que se hubiera celebrado bajo techo. Entonces le pareció que el lugar más apropiado sería la cancha de tenis, donde al menos los invitados podrían guarecerse bajo la tribuna. El francés hubiera preferido que Mister Burnett y el commendatore Tacchi usaran la nobleza de la espada para lavar la afrenta a primera sangre, pero el británico se negaba a entrar en razón. Los camareros, de rigurosa etiqueta, sirvieron champagne y bocaditos en la galería. La orquesta había retomado a Strauss y el tintineo de la lluvia desapareció detrás de los violines y las flautas. Mister Burnett se enjugó la frente y el cuello con un pañuelo y avisó a Herr Hoffmann su intención de apuntar directamente al corazón del italiano. Desde el día en que encontró el prendedor de Daisy en el establo de los australianos, sentía que algo había muerto dentro de él, aunque nunca supuso que su mujer sintiera tanta vergüenza como para escapar a Londres.
El oficial francés llegó con una caja de pistolas y Daladieu lo interrogó sobre las propuestas de los padrinos. El agregado naval estimó que los veinte metros pedidos por Burnett eran menos mezquinos que los treinta propuestos por Tacchi, pero al mismo tiempo observó que iluminar el parque sería como rebajarse a montar un espectáculo de circo. Daladieu encontró las sugerencias razonables y decidió hacerlas suyas.
El inglés eligió el arma y se levantó de un salto, apurado por terminar con su adversario. El italiano, que nunca había disparado un tiro, insistió en la cuestión de la distancia, pero Monsieur Daladieu rechazó la objeción y pidió a los rivales que se reunieran en el campo de tenis. Ni bien oyeron la orden del francés, los invitados pasaron la voz y corrieron a buscar un lugar en la tribuna.
Cuando el coronel Yustinov comprobó que hasta los sirvientes abandonaban el edificio de la embajada, concibió la idea de que el teniente Tindemann fuera a echar un vistazo a las oficinas del agregado militar de la OTAN.