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Acariciados por una luz difusa, los músicos se dejaban llevar por la melancolía del Danubio Azul. Los violinistas habían colocado pañuelos entre sus barbillas y la lustrosa madera de los instrumentos. Los otros aprovechaban las pausas para secarse la transpiración. Todas las mesas estaban distribuidas alrededor de la que ocupaban Mister Burnett, el Primer Ministro de Bongwutsi y los demás embajadores con sus esposas. Entre los representantes de Francia e Italia había una silla vacía. Mister Fitzgerald, de los Estados Unidos, preguntó por el diplomático ausente y Mister Burnett sonrió mientras miraba al commendatore Tacchi.

– A esta altura ahora ya debe estar baldeando los pisos. ¿A usted le parece que se puede bromear en un día como éste?

– Yo no lo tomaría tan a la ligera -dijo Monsieur Daladieu -. Los argentinos podrían intentar algo.

– ¿Qué vendría a hacer un argentino aquí? -preguntó Herr Hoffmann.

– Rendirse -dijo Mister Burnett, y todos rieron mientras los camareros servían la centolla-. ¿Va a tenernos en suspenso toda la noche, commendatore?

– Si quiere mi opinión, estoy de acuerdo con Monsieur Daladieu: si aquí adentro hay un argentino que no sea Bertoldi estamos todos en peligro.

Cuando oyó nombrar al cónsul, Mister Burnett advirtió que se había olvidado de llamar al banco para ordenar que le pagaran el sueldo y temió que el argentino pudiera acusarlo un día de no practicar el fair play.

– ¿Usted cree que esa gente podría haber enviado hasta aquí un comando suicida? -intervino el Primer Ministro y se llevó la copa a los labios.

– No veo cómo -dijo Herr Hoffmann-. El aeropuerto sigue cerrado. Ahora, si dice ser paraguayo y Mister Burnett asegura que tiene aspecto europeo, habría que vigilarlo. A ver si es el que pone las bombas…

– Ya está hecho -dijo el inglés-. Ese hombre no habla una palabra de español, ¿verdad commendatore?

– No tengo idea. Ni siquiera lo he visto.

– ¡Ah, vamos, sus farsas no engañan a nadie! El año pasado me mandó a su jardinero disfrazado. ¿Quién es ahora? ¿Uno de esos tipos de la P-2 que andan por su embajada?

– Espero que sea una broma -dijo secamente el italiano y dejó los cubiertos.

– Soy yo el que está harto de sus desplantes. Mañana mismo voy a enviarle una protesta por escrito.

– Quiero señalarle -Tacchi se acomodó los lentes- que su paranoia le valió a Europa un disgusto con la Unión Africana cuando usted tuvo tres días lavando platos al presidente Penkoto.

– Eso es cierto -intervino Monsieur Daladieu-. El crédito para que olvidaran el desaire tuvimos que darlo nosotros.

– Era jardinero -insistió el inglés-, mis servicios lo confirmaron después. Y si los franceses otorgaron el maldito crédito fue para dejar en ridículo a Gran Bretaña.

– ¡Sus servicios! -se rió Tacchi-. ¿Qué hacían sus servicios el día de la explosión en el bulevar? Casi matan a su mujer allí.

– Commendatore, es usted un desfachatado. Si vuelve a tocar a Daisy voy a cortarlo en pedazos…

Todo el mundo olvidó la centolla y el caviar. Frau Hoffmann tocó a su esposo con el codo.

– Señores, guardemos las formas -intervino el alemán.

– ¿Qué pasa con su mujer? -preguntó la señora de Tacchi y miró a su marido como si lo sorprendiera con la camisa manchada de rouge.

– Esto va a interesarle, señora -Mister Burnett metió la mano en el bolsillo-. Tuve que enviar a Daisy a Londres con una crisis de depresión después que el mequetrefe de su marido intentó propasarse con ella.

En la mesa se hizo un pesado silencio. El embajador británico sacó la foto en la que el commendatore Tacchi tomaba a Daisy en sus brazos y la arrojó sobre la mesa golpeando con los nudillos.

– Usted se ríe de mis servicios de inteligencia, ¿eh? ¿Qué me dice de esto?

– Mon Dieu, quelle catástrofe! -exclamó Daladieu.

Bruscamente, Tacchi se puso de pie.

– Sepan disculpar,, señores -se dirigía al resto de la mesa-, no puedo permanecer un instante más en este lugar. ¡Carmella, nos vamos!

Pero Carmella seguía allí, con las uñas hundidas en el mantel.

– ¡Italianos! -exclamó Burnett y miró a su alrededor-. ¡No tienen ningún sentido del honor!

– Los asuntos privados… -intervino el Primer Ministro, pero Mister Burnett lo paró con un gesto.

– Usted no se meta. ¡Le apuesto a que esos italianitos de las Falkland se desbandan más rápido que en Caporetto!

– ¿Cómo se permite…? -Tacchi dio un paso al frente y se paró frente al inglés- ¡Usted es un miserable!

Agregó algunos insultos en piamontés y le cruzó la cara de una bofetada. Los murmullos de las conversaciones se apagaron y sólo quedó en el ambiente la Novena Sinfonía. Todos los embajadores y sus esposas se pusieron de pie. El commendatore Tacchi estaba orondo, como si acabara de desembarcar en Abisinia. Mister Burnett tenía la cara roja de ira y dio gracias a Dios por que Daisy no estuviera allí para presenciar semejante bochorno. Monsieur Daladieu, que esgrimía la foto, se volvió hacia los invitados y levantó los brazos.

– Arretez la musique! C'est le champ de l'honneur qui nous attend!-. Luego puso una mano sobre el hombro del embajador británico.

– Mister Burnett, tenga la bondad de nombrar a sus padrinos.

El inglés estaba todavía tocándose la mejilla ofendida.

– Cualquiera, pero que el duelo sea a pistola -dijo-. Quiero terminar de una vez por todas con este aventurero.

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