Mientras caminaba por la larga alfombra roja, vestido de smoking, O'Connell recordó que de niño solía ver en los noticieros de cine las ceremonias de Westminster, cuando la reina pasaba revista a las tropas de la guardia real. En ese tiempo Isabel II era joven y montaba un caballo bien peinado y de patas blancas. Los soldados formaban de a cuatro en fondo y ella desfilaba, acompañada por los oficiales. El público guardaba un silencio profundo y levantaba a los niños sobre los hombros cuando la reina entraba en el patio y la guardia presentaba las bayonetas caladas. Aun para los fervientes patriotas de Irlanda, como el padre de Theodore O'Connell la ceremonia merecía una solemne consideración. Ese día la cerveza borraba las diferencias hasta la medianoche. Mister O'Connell miraba la parada por televisión mientras preparaba los artefactos que debían estallar a la mañana siguiente. Cada vez que la cámara mostraba a la familia real, el padre acariciaba la cabeza de Theodore y le confiaba la responsabilidad de acabar para siempre con el imperio que sojuzgaba al Ulster. Tiempo después el hombre fue a la cárcel por doce años y murió a los pocos días de salir mientras activaba un explosivo de intensidad varia ble.
La madre había perdido un ojo cuando era soltera, al cortar un cable de alta tensión con una tenaza inadecuada. Desde de entonces, la policía no tuvo dificultad para identificarla como culpable de todas las operaciones que los independentistas reivindicaban en las cercanías del lago Neag. Theodore fue criado por su padre, que era un pésimo cocinero y olvidaba siempre pagar las facturas de la electricidad y el gas. Cada vez que la madre salía de la cárcel, el chico tenía que ir a pedir velas a la capilla del barrio para iluminar la casa y darle la bienvenida. A veces rezaban los tres frente al Cristo que guiaba la guerra, y Theodore desviaba la mirada para observar el ojo de vidrio de su madre. Como le prohibían llevarlo a la prisión, el padre lo guardaba en una caja, envuelto en algodón, y ésa era la primera cosa que ella buscaba al regresar. Una noche que el padre había tenido que huir de la ciudad, Theodore abrió la caja y confirmó una temida sospecha: el globo blanco y celeste se parecía a su ojo bizco como dos uvas del mismo racimo. Supo, entonces, que la policía lo perseguiría siempre por ser el hijo de su madre aunque nunca cortara cables de electricidad ni hiciera saltar vías de ferrocarril.
Ahora, mientras atravesaba los jardines de la embajada británica, O'Connell recibió sobre el rostro las primeras gotas de la estación de las lluvias. Subió la escalinata y se mezcló con los invitados en el enorme hall decorado con tapices y pinturas. Saludó a derecha y a izquierda y encendió un cigarro de hoja. El smoking le iba bien y se sentía tan mirado y agasajado por las sonrisas como en el día de su primera comunión. Antes de salir, Bertoldi le recordó que algunos embajadores llevaban a las recepciones un distintivo de su país y le pinchó en la solapa el escudo azul y amarillo de Boca Juniors. Disimulados bajo la camisa, llevaba la pistola, un sobre de gelinita, un detonador con reloj y algunos útiles que había preparado en el baño para no alarmar al cónsul. El director de ceremonial, vestido con levita y peluca blanca, lo saludó con una inclinación de cabeza y le pidió la invitación para anunciarlo. O'Connell se la entregó y miró a los costados mientras sacaba una caja de fósforos franceses. De pronto oyó que el de la peluca gritaba "Su excelencia el embajador de la República del Paraguay" y daba dos golpes de bastón contra el piso. Una trompeta sonó cerca de su oído y lo dejó sordo por un instante. Mister Burnett salió de entre los edecanes y lo recibió con una sonrisa.
– Bienvenido en nombre de Su Majestad -dijo y le miró el escudo que llevaba en la solapa.
– Feliz cumpleaños -murmuró O'Connell mientras estrechaba la mano.
Mister Burnett hizo un gesto cumplido, como si excusara una broma de mal gusto.
– No sé si ya he tenido el honor, Mister…
– General Fernández -dijo O'Connell tratando de imitar el acento del cónsul.
– Un placer, general. Me será de gran utilidad conocer su opinión sobre la guerra.
– Con todo gusto, excelencia.
La trompeta volvió a sonar y Mister Bumett dejó a O'Connell para recibir a Monsieur y Madame Daladieu.
– Mes hommages, Madame -le besó la mano y volvió la cabeza para mirar al irlandés -. Les prometo que la noche va a ser divertida: el commendatore Tacchi insiste en arruinarme las recepciones. Ahora con un general paraguayo.
– ¿Donde esta? -pregunto la señora Daladieu.
– Allí, a mi izquierda.
– Qué divertido -dijo Madame Daladieu-. ¿Cómo lo descubrió?
– No está en la lista de invitados.
– Fascinante -exclamó Daladieu -. ¿Y si se tratara de un agente enemigo? Un argentino que se hace pasar por ¿cómo dijo?
– Paraguayo. No, esto es cosa de Tacchi. Ya me tiene cansado.
– ¿La señora Burnett participa del juego?
La mirada del inglés se extravió por un instante.
– No, está en cama con una hepatitis virósica. Las flores que hay en las mesas las mandó ella.
– La pobre… – dijo Madame Daladieu.
El francés siguió a O'Connell con la mirada. Estaba paseándose entre los invitados y se dirigía hacia la escalera de mármol.
– Es hora de que desembarquen -comentó-, si no van a perder media flota, como en Suez.
– Es inminente, mi batallón salió anoche para allá. ¿Qué mira?
– Al paraguayo. Va derecho al museo.
– Va a terminar como el jardinero que Tacchi me quiso hacer pasar por presidente de la Unión Africana.
– No era el jardinero, Mister Burnett. Recuerde los problemas que tuvimos después.
– Tonterías, fue una jugarreta de Tacchi.
– En su lugar yo haría vigilar a éste; no tiene aspecto de paraguayo.
Mister Burnett hizo una seña a un hombre fornido, con una flor en el ojal.
– Sígame a ese tipo.
– ¿Cuál, señor?
El inglés levantó la cabeza y vio que O'Connell había desaparecido.
– Un rubio, de barba, que fuma un cigarro.
– Hay muchos así, señor.
– Bizco. Llevaba algo en la solapa.
– ¿Como yo?
– No una flor. Algo, ¡otra cosa, imbécil!
– Sí señor.
– Están pasando cosas raras en este país -dijo Monsieur Daladieu-. A mí se me perdió un agente de París.
Mister Burnett se quedó un momento ensimismado.
– Es curioso cómo la gente deserta últimamente…
– ¿También en Inglaterra? -se asombró la mujer de Daladieu.
– Es un mal de la época, Madame. Ahora, si me permite, voy a buscar al commendatore Tacchi. Estoy harto de que me arruine las fiestas.