El teniente Wilson recorrió con el jeep la rampa de los fuegos de artificio, saludado por una docena de soldados que esperaban la orden de encender la cohetería. En ese momento la voz de Quomo apareció por la radio, y aunque el militar no comprendió una sola palabra de lo que decía, se dio cuenta de que la sublevación estaba en marcha. Estaba convencido de que algo había fallado en los planes del Estado Mayor y que el capitán Standford había sido eliminado por los soviéticos para quebrar el sistema de defensa conjunta con las fuerzas armadas del Emperador. El agente Jean Bouvard, que no había querido ridiculizarse poniéndose los pantalones cortos de la tropa británica, esperaba en piyama, bajo la rampa, masticando un sandwich de pollo y rumiando la decisión de cambiar de bando para evitar la humillación y la cárcel. Cuando escuchó el discurso de Quomo, se preparó para entregarse a los soviéticos y se preguntó qué podía ofrecerles a cambio de una tranquila granja en Ucrania.
Wilson, que tenía las rodillas sucias y las medias caídas, le pidió disculpas por haber puesto en duda la veracidad de su relato y lo invitó a hacer frente a la revolución junto a los soldados de Su Majestad. Bouvard echó un vistazo a su alrededor, observó a los galeses borrachos y a los escoceses fumados, y dijo que prefería ponerse a disposición de su embajador.
Estaba débil y sin ánimo y rogó al teniente que lo acercara al bulevar: calculaba que el ofrecimiento de una lista completa de agentes lituanos que trabajaban también para la CÍA podría tentar al Kremlin.
El inglés asintió y ordenó a un sargento que lanzara las bengalas al cielo. En ese momento, desde la radio del jeep, les llegó la voz temblorosa del cónsul Bertoldi que declaraba solemnemente haber puesto a salvo el honor de los argentinos.