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El cónsul Bertoldi, que se había despertado al frenar el tren, se asomó por la ventanilla y observó al grupo. Salvo los dos ferroviarios, los otros vestían andrajos empapados y parecían espectros. Temió que se demoraran, pues vio que el más viejo de los negros tendía un cable largo mientras el joven blanco trepaba por una torre de cemento. Los monos sacaban las cabezas por las ventanas y parecían inquietos. Bertoldi se fijó en el que daba las órdenes. Nunca pensó que vería de cerca a Michel Quomo, de quien los blancos decían que había estropeado para siempre la paz del África. Se dijo que ese encuentro con el dictador enriquecería sus memorias y salió de entre el carbón para no perderse ningún detalle. De pronto le pareció oír que desde lo alto de la torre llegaba una puteada en español y luego un carajo, o algo así. Se ocultó, intrigado, y vio que el tren se movía para permitir que la luz de la máquina iluminara a los hombres que estaban trabajando. Sobre la torre había varias antenas y el blanco saltaba de una a otra con un rollo de cable al hombro. Oyó que gritaba "pruebe ahora" y concluyó que se trataba de un extranjero. Quomo se paseaba por las vías sosteniendo el teléfono en una mano, como un micrófono, y decía frases cortas que el cónsul no alcanzaba a comprender. Desde la locomotora, uno de los ferroviarios gritó " ¡se escucha, comandante, se escucha!", y el otro blanco, que tenía la túnica puesta como un poncho, salió corriendo a contraluz, levantando pedregullo, bendiciendo a Dios. El cónsul no entendía bien lo que estaba sucediendo, pero cuando los negros levantaron el volumen de la radio y la voz de Quomo se entrelazó con los bramidos de Steve Wonder y con las baterías de The Police, se dio cuenta de que el dictador estaba entrando en cadena por todas las emisoras de Bongwutsi.

El de la túnica pidió al maquinista que silenciara la locomotora. En un instante sólo quedó el repiqueteo de la lluvia sobre los techos de los vagones. De espaldas al faro, encerrado por una aureola de moscones y mariposas desconcertados por la luz, Quomo se sentó sobre una baliza y empezó a hablar en su idioma. Al principio la voz era amable, casi musical, y Bertoldi, que la escuchaba amplificada por el transistor de los ferroviarios, pensó que explicaba algo, o que hablaba al oído de las mujeres que escuchaban las novelas de trasnoche. Después el tono se hizo más rápido y las consonantes se entrechocaron como piedras. Las pausas eran agónicas y parecía que rogaba y exigía a la vez, que ordenaba y persuadía. Los monos empezaron a bajar del tren, embelesados. Algunos rugían mirando al cielo. El cónsul vio que Quomo se paraba y hacía gestos breves, precisos, como si dirigiera una orquesta ante un auditorio anhelante. El árabe estaba frente a la radio con la boca abierta, como un idiota iluminado. Las caras de los negros se torcían de sorpresa y se enderezaban de felicidad.

Al final, Quomo arrastró las vocales, las retorció, las hizo vibrar con un punteo de respiración acelerada, y levantó el puño con tanto convencimiento que Bertoldi, sin darse cuenta, se enderezó para imitarlo. Alguien vivó al comandante y a la revolución, y los monos empezaron a saltar hasta que los durmientes de las vías temblaron y el pito de la locomotora sacudió la larga noche de Bongwutsi.

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