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Las balas del teniente Tindemann no dieron en el blanco, pero le confirmaron a O'Connell su sospecha de que los soviéticos habían copado la revolución. Se arrastró hasta un matorral y vio que los negros tomaban las armas y se preparaban para la resistencia. Bertoldi, que se había tirado cuerpo a tierra, estaba replegándose hacia un zanjón. El capitán Standford, parapetado detrás de un árbol, recargaba la pistola y gritaba a O'Connell que pusiera en marcha el auto. El irlandés recordó la promesa de Quomo de que nunca más volvería a aliarse a los rusos y se sintió decepcionado. Pese a su indignación, a la amargura de comprobar que nunca tendría un lugar entre los desposeídos de la tierra, empezó a deslizarse a espaldas de Standford, que estaba disparando otra vez. Una ráfaga de metralla le pasó sobre la cabeza y se dijo que no había cosa más triste en este mundo que ser abatido por los propios camaradas.

El cónsul miró la valija abandonada por Kiko, que había ido a refugiarse detrás del camión, y creyó que O'Connell había llegado hasta allí para buscar el dinero. En ese caso, cualquiera fuese el resultado del combate, su vida estaba en peligro. Levantó uno de los fusiles y con el caño atrajo la valija hasta el zanjón donde estaba escondido. Una vez que la tuvo en sus manos se internó en la selva y rogó a Dios que le permitiera salir de allí. Nunca lo molestaba con plegarias, y la única vez que lo había invocado, junto al lecho de Estela, el Señor no había respondido a su súplica. Entonces, mientras apuraba el paso en la oscuridad, tropezando, llevándose por delante los arbustos, se dijo que el Cielo estaba en deuda con él. Trató de no alejarse demasiado del camino y anduvo hasta que advirtió que nadie lo seguía y pudo detenerse a descansar un momento. Estaba agitado, confuso, y tenía miedo de pisar una serpiente o de caer en una ciénaga. Hacía dos meses que vivía acorralado. Desde el comienzo de la guerra había tratado de hacer lo que cualquier buen argentino hubiera hecho, pero las cosas le habían salido mal porque todo el mundo se interponía en su camino, y nadie estuvo nunca más solo que él. Y sin embargo todavía no estaba vencido, ni se había entregado. Había dejado el consulado, pero aún tenía la bandera en la valija y eso lo reconfortaba como si llevara detrás de él a diez mil soldados. Se sentó sobre una piedra, sacó la botella y tomó un trago. En el bolsillo del impermeable encontró los cigarrillos, pero no se animó a prender uno por temor a ser visto en la oscuridad. Miró la hora y calculó que si caminaba siempre en la misma dirección encontraría la ruta por la que pasaba el ómnibus para Dar-es-Salaam. Todavía escuchaba tiros, y si alguien le hubiera preguntado, diría que le gustaría saber que O'Connell les había dado su merecido a los negros. Pensaba en la perfidia y la hipocresía de los nativos, cuando llegó a un claro y encontró un terraplén que cortaba la selva en dos. La lluvia volvió a golpearle el sombrero y se alegró de ver los nubarrones sobre las copas de los árboles. Subió la pendiente arrastrando la valija, inclinándose para no perder el equilibrio, y cuando llegó arriba se encontró con las vías del ferrocarril y un cartel que decía Bongwutsi Station 15 Km.

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