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Apretado entre O'Connell y Kiko, con los pies sobre la valija que el irlandés había dejado en el piso de la cabina, el cónsul pensaba en el futuro. No estaba seguro de tener el coraje de soportar la entrega de su bandera, ni de mirar a los ojos a Mister Burnett después de lo que había dicho por radio. Tal vez lo metieran en la cárcel, o en un sótano de la embajada británica. Se arrepintió mil veces de haber sido tan imprudente, aunque estaba secretamente orgulloso de haber defendido públicamente la causa argentina.

Ya no podía irse a Tanzania, porque ni siquiera tenía dinero para el ómnibus y aún si O'Connell le facilitaba algunos billetes falsos, tarde o temprano terminaría trabajando con los negros en un aserradero o en una represa. Lo atormentaba la idea de volver a su casa derrotado, de ir a correr detrás del commendatore Tacchi para pedirle unas libras, o peor todavía, confesarle que nunca había sido cónsul y tener que implorarle un empleo de mayordomo en la embajada. Por un momento pensó que si los comunistas triunfaban, todos los blancos correrían una suerte horrible, sirviendo en las casas de los negros o barriendo las calles, como las mujeres de Rusia. Aunque quizá, se dijo, su amistad con O'Connell lo pusiera a cubierto de esas bajezas. ¿Por qué todas las desgracias le habían caído juntas? El no había querido abandonar a Estela: tarde o temprano se las hubiera ingeniado para llevarla a Córdoba y sepultarla allí, en la falda de una montaña, como ella se lo había pedido. En realidad ya no recordaba si le había pedido eso u otra cosa, pero estaba demasiado confuso y no quería correr el riesgo de incumplir una promesa. Los comunistas le ofrecían llevarlo a Buenos Aires en el avión del Emperador, pero primero tenían que tomar el poder y el cónsul dudaba de que lo consiguieran con gente como Kiko y el de la oreja cortada, que un rato antes habían querido robarle el dinero. De pronto estaba riéndose solo: se acordaba de los negros que lo abandonaron a su suerte con el gorila, en el medio de la calle, y trataba de imaginarlos haciendo una revolución, aun una revolución comunista. Vio que O'Connell se reía con él, a su lado, y le daba palmadas en la espalda. Al fin de cuentas, pensó, había protegido el dinero, había pasado una noche terrible para que los otros no se apoderaran de la valija y los subversivos tendrían que reconocérselo de alguna manera.

Estaban entrando a la ciudad por la costanera cuando el cielo se llenó de luces de colores, y oyeron, a lo lejos, un repiqueteo de disparos y las explosiones de bombas y cohetes.

– ¡Ese es Quomo! -dijo O'Connell y sus ojos bizcos se enderezaron de júbilo mientras abrazaba al cónsul.

Kiko empezó a tocar la bocina y apretó el acelerador a fondo. Atrás, en la caja, los otros negros daban alaridos y disparaban al aire. Bertoldi no supo si ponerse contento o encomendarse nuevamente a Dios, que lo tenía abandonado desde hacía tanto tiempo.

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