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Para pasar desapercibido O'Connell tomó un atajo a través del bosque, pero se arrepintió muy pronto, por, que la vegetación le produjo una seguidilla de estornudos y los ojos se le pusieron colorados como tomates. No había previsto ese inconveniente cuando aceptó la misión en Bongwutsi y sólo guardó en el bolso un pañuelo de recambio.

Al bajar a la playa estaba agitado, pero ya podía respirar mejor. Se ocultó detrás de una canoa y observó el muelle de donde salían las lanchas para la Isla de las Serpientes. Los negros y los soldados británicos esperaban turno en colas separadas, mientras dos policías subían a bordo. Alguien hizo una señal con un silbato y la primera lancha empezó a despegarse del muelle. Iba tan cargada que apenas podía moverse. O'Connell empujó el bote y empezó a remar hacia la embarcación que iba alumbrada por una garrafa de gas. Mientras se aproximaba oyó una música de gaitas y una vieja canción escocesa. Esperó a que la lancha pasara a su lado, le arrojó una soga para enlazar el mástil de la popa, y se dejó remolcar. Estornudó una vez más y se echó boca arriba a fumar un cigarrillo y mirar las estrellas. El calor se hacía más tolerable a medida que se adentraban en el lago. A lo lejos navegaban barcos de pesca y yates que remontaban hacia la desembocadura del río. O'Connell trató de recordar cuánto tiempo hacía que no veía la nieve ni la escarcha y se preguntó por qué el proletariado se sublevaba con más entusiasmo en los países calientes. Le vino a la memoria una travesía a lomo de camello durante el alzamiento de Mogadiscio y luego los días de París con niebla y llovizna. Un golpeteo de tambores le indicó que estaban acercándose a la costa. Cortó la soga para separarse de la lancha y remó hacia unas rocas alejadas del embarcadero. Los negros y los británicos subieron por una cuesta vigilados por los dos policías. La aldea estaba alumbrada con tachos de petróleo encendidos en las esquinas. O'Connell atravesó un campo de flores tapándose la nariz con el pañuelo. Junto a la playa había casas europeas con jardines de césped donde bebían los blancos y las mujeres eran jóvenes y bellas. Al otro lado de la isla, sobre los acantilados, el irlandés encontró las chozas de los negros y una kermesse con músicos y pista de baile. Los dos sectores estaban unidos por calles de tierra desoladas, donde se amontonaban las cabañas de los pescadores y los chicos desnudos jugaban a la luz de las hogueras.

Dio un rodeo y se detuvo a preparar algunos explosivos. Colocó el primero en un bar de hombres solos y el segundo en una casa de patio abierto donde se escuchaba; música de rock y las mujeres tenían las caras pintadas di; blanco y los cabellos planchados. Por precaución puso medio kilo de trotyl en un puesto del ejército donde los oficiales miraban televisión y fumaban charutos largos como botellas. Buscó la calle más oscura para acercarse a la kermesse y antes de entrar se pintó la cara con un corcho quemado. Las mesas eran de chapa y estaban cubiertas de botellas, latas de cerveza y bandejas con hamburguesas. Los negros comían y bebían y se hablaban a gritos. La pista de baile estaba atestada de gente. Los guardias arrastraban a los borrachos y los cargaban en un carro tirado por dos muías. La orquesta, protegida por un cerco de alambre, tocaba guitarras, trompetas y tambores y los músicos se renovaban cada vez que caían deshidratados.

El irlandés buscó con la mirada el lugar más propicio para lanzar el llamado a la insurrección. Entre la cantina y el palco había un poste de electricidad perdido en la penumbra que le pareció lo suficientemente alto como para hacer un discurso sin riesgo de ser interrumpido. Evitó la pista de baile, saltó por encima de un borracho que se resistía a que lo llevaran al carro, y arrancó una de las antorchas que alumbraban a la orquesta. Al poste le faltaban algunos peldaños y tuvo que subir rodeándolo con las piernas, sosteniendo la antorcha con los dientes paras tener las manos libres. Cuando llegó a la punta se arrodilló sobre el travesaño donde se bifurcaban los cables y sintió que el poste se movía como el mástil de un barco. Abrió el bolso para sacar un puñado de pólvora y miró hacia abajo: los negros parecían muñecos que se movían al compás de la música. Se paró sobre un cable de acero, levantó la antorcha y gritó " ¡Camaradas!", pero se dio cuenta de que nadie lo escuchaba. Tenía los brazos abiertos como un equilibrista y su cuerpo oscilaba sobre las copas de los árboles. A lo lejos distinguió el carro que se detenía junto a la barranca y arrojaba los borrachos al agua. Dio gracias a Dios por la falta de viento y arrojó un puñado de explosivo sobre la antorcha. La llamarada se quedó flotando un rato en el aire y desde la kermesse llegaron los primeros aplausos. O'Connell buscó más pólvora en el bolso y pudo medir la expectativa que despertaba su discurso por el silencio que se producía en el patio. Al segundo fogonazo, cuando intentó dibujar una sirena con alas, los músicos dejaron de tocar y ya todo el mundo lo señalaba y le prestaba atención. Las mujeres habían salido de las casas a las apuradas, envueltas en batas y chales. El carro de los borrachos se detuvo a mitad de camino y las patrullas fueron a buscar instrucciones. O'Connell hizo bocina con las manos y pidió atención mientras arqueaba las suelas para no resbalar. Tenía los pies acalambrados y la voz le salió llena de furia cuando se cagó en la reina. Isabel y en el colonialismo británico. Alguien, en el palco de la orquesta, traducía por el micrófono y una gritería satisfecha le llegó de abajo. Cuando se hizo silencio, O'Connell anunció el inminente regreso de Quomo; llamó a la rebelión armada y avisó que ese lugar de perdición estaba plagado de bombas. Enseguida arrojó la antorcha, y se irguió con un jubiloso "Dios los bendiga camaradas" y un vibrante “Venceremos".

El del micrófono tradujo que los británicos habían puesto bombas en la isla y los negros empezaron a desbandarse, enfurecidos. Las mujeres sacaron a los blancos de sus camas y los músicos voltearon el alambrado para correr por el campo. La patrulla disparó al aire y los borrachos aprovecharon la confusión para escapar del carro. Alguien encontró una de las bombas y la arrojó en un aljibe. O'Connell escuchó la explosión cuando saltaba sobre el techo de la cantina. Los británicos, desnudos, corrían por las calles oscuras y los negros los perseguían a cascotazos y los perros les mordían las piernas. La policía empezó con los bastonazos y las botellas desaparecieron de los estantes. Antes de escapar por los baldíos, O'Connell escuchó los otros estallidos y vio que los negros colgaban piedras al cuello de los ingleses y los arrojaban por el acantilado. Lo invadía una sensación de gozo y recordó la noche que Michel Quomo le dijo que su pueblo heroico se levantaría contra la opresión cuando alguien le hablara con toda franqueza. Inició la retirada a través del bosque, estornudando de nuevo, y bajó a la playa en busca de la canoa. No era la primera vez que sublevaba multitudes, pero siempre sentía la misma satisfacción. Remó unos minutos con un cigarrillo en los labios y luego dejó que él bote se abandonara al capricho del agua. Estaba un poco cansado y le dolían las piernas, pero no tenía sueño. Se recostó a babor y estuvo un largo rato mirando caer ingleses desde lo alto del despeñadero. Pensó que ahora nada ni nadie podría apagar la cólera de los humillados y los explotados del África.

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