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Kiko ordenó a los peones que encerraran al ruso en la caja del camión y entregó a O'Connell de paquete de cartas y el informe que había recogido del suelo. El negro al que le faltaba una oreja tomó el fusil y disparó al aire hasta que se le terminaron las balas. El irlandés dio gracias a Dios por devolverle la palabra y preguntó a Kiko si conocía cuál era el grado de compromiso que Quomo había pactado con los soviéticos. El chofer lo ignoraba y propuso mantener como rehén al teniente Tindemann para hacer frente a cualquier imprevisto. Luego señaló el paquete y quiso saber por qué se lo disputaba tanta gente.

– Desbordes del corazón -dijo O'Connell y volvieron a la cabina-. Nunca tenga amantes inglesas, y si las tiene no les escriba.

– Kiko nunca escribir -dijo el chofer y puso en marcha el motor. Uno de los peones subió a la caja y el otro se paró en el estribo con una ametralladora al hombro.

– Una vez ingleses querer hacerme escribir rendición y no. Otra vez, rusos decirme entregar bandera roja y no.

Se apoyó un pulgar en el pecho:

– Siempre preso -siguió-. Ahora trabajar en cuadrilla municipal con nombre cambiado.

– ¿Cuántos alzamientos lleva? – preguntó el irlandés.

– Todos los que tomarme desprevenido. ¿Buscar comandante?

– Vamos. Estoy ansioso por verlo de nuevo. Lástima que no me mandó la plata, que si no ya tenía comprado el arsenal y lo recibía con una salva de veintiún cañonazos.

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