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El tren avanzaba lentamente entre las colinas. Los monos miraban por las ventanillas como si nunca hubieran visto la selva y de vez en cuando se escuchaba un grito destemplado, o un largo bostezo. Lauri se había encerrado en el baño y Quomo estaba sentado junto al gorila rubio, con la mirada puesta en un punto fijo, como si estuviera pensando. El sultán, que no podía dormir, fue hasta la máquina, donde los negros discutían y se pasaban una botella. Cuando lo vieron acercarse dejaron de hablar y uno de ellos empezó a hojear una revista. El Katar notó que habían sacado el retrato del Emperador y en su lugar habían pegado un póster de John Travolta. Les dirigió una sonrisa y señaló la botella.

– ¿Desalcoholizado? -preguntó.

Los negros se miraron entre ellos y el fogonero respondió como por obligación.

– Grapa -dijo, y siguió mirando la revista.

– Pero sin alcohol -insistió el sultán.

El maquinista le alcanzó la botella y con un gesto lo invitó a probar. El Katar sintió que el líquido le quemaba el estómago y le remontaba el ánimo y eso lo convenció de que, como decía el coronel, el mundo sería un día de los negros. Iba a decirles que todavía no podía superar el disgusto de haber perdido el Rolls Royce, pero temió que no lo comprendieran. Cuando insistió en ponerlo en la bodega del Boeing, pensaba que sería mucho más digno y fotogénico tomar el palacio imperial con un Rolls que con un jeep cualquiera.

Apuró otro trago y devolvió la botella con un gesto de satisfacción. El resplandor del avión incendiado se estaba apagando y la lluvia entraba por las ventanillas de la locomotora. El maquinista le miró la ropa hecha añicos y señaló el vagón de los gorilas.

– El comandante -dijo-, ¿habrá cambiado de idea?

– No creo -dijo el sultán-. Todo esto será una gran destilería y va a haber trabajo para todos.

– Destilería no está mal -dijo el maquinista-, siempre que no empiece otra vez con el sorteo de parejas.

– ¿Sorteo? -preguntó El Katar, y pensó en las asambleas populares del desierto.

– El que hacía con la lotería. Al final es peor que andar necesitado.

– ¿Quomo rifaba mujeres?

– Mujeres y hombres, obligatorio para mayores de catorce y menores de setenta. Uno se pasaba la semana esperando la jugada y después le tocaba cada cosa que mucha gente prefería cumplir los treinta días de cárcel. Yo nunca tuve suerte con las mujeres.

– ¿Cómo lo hacían?

– Con el número de documento y un bolillero en cada barrio, como para el servicio militar. A mi mujer le tocaron dos muchachos jóvenes y una senegalesa gordita, pero a mí me salía cada cosa terrible. El comandante lo llamaba socialismo sexual, o algo así. Los rusos terminaron con eso.

– En Libia hubiera sido mal visto -dijo el sultán.

– En cualquier parte. Al comandante le tocaban lindas mujeres porque siempre tuvo suerte en el juego pero yo le aseguro que muchas veces tuve ganas de dar parte de enfermo.

– ¿Lo quiere el pueblo?

– ¿A Quomo? Cuando lo fusilaron hubo tres meses de duelo y eso que estaba prohibido nombrarlo. Todavía hay gente que tiene su foto enterrada en el patio. A la noche, con el apagón, la sacan y le prenden una vela.

– ¿Usted lo hace?

– No, en el ferrocarril no es muy popular. Los ingleses eran mejores con los trenes: ahora ya casi no funcionan.

– Ya se van a usar de nuevo -el sultán señaló la botella-. Van a tener que llevar tanques y tanques de esto hasta el puerto.

– Puede ser, pero si Quomo llega al gobierno nos van a cerrar todas las aduanas. ¿A dónde van ahora con esos monos?

– A tomar el palacio imperial.

– ¡Eso no me lo quiero perder! Dicen que el trono es de oro macizo.

– Venga con nosotros, entonces.

– No, si va a estar el Emperador seguro que lo pasan por televisión.

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