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– ¿Qué te gustaría oír?

El joven le apartó la manta de los hombros suavemente. El calor de la fiebre subía desde debajo de la lana.

– Elige tú.

– Me gustan las baladas tradicionales. Puedo tocar Barbara Allen, si quieres.

– Me encantaría oírla -dijo Sinclair, tirando del camisón para desnudar su hombro. La muchacha se estremeció al sentir la brisa que entraba por la ventana abierta. Él inclinó su cabeza sobre ella.

Los dedos de Eleanor se movieron como si acariciara un teclado, y bajo su respiración jadeante tarareó los primeros compases de la canción.

Aunque seguía teniendo la piel caliente al tacto, se le había empezado a poner la carne de gallina. Sinclair le puso la mano sobre el pecho para protegerla del relente de la noche. Incluso así, por debajo del olor de la lana y el alcanfor, el aroma de Eleanor era tan dulce para él como un prado en una mañana de verano. Y cuando sus labios le rozaron la piel, le supo a leche recién ordeñada en el cubo.

La muchacha cantaba en voz baja:

– Oh, madre, madre, hazme la cama…

Sinclair se temía que lo que iba a hacer ya no tendría vuelta atrás.

– Que quede suave y bien lisa…

Pero ¿qué otra opción le quedaba?

– Hoy mi amor ha muerto por mí…

Al amanecer, la joven se habría ido. Él la rodeó con sus brazos. Tenía un nudo en la garganta.

– Yo moriré por él mañana…

Ella se estremeció como si la hubiera picado una abeja cuando él la mordió, cuando cerró la boca sobre su piel y la saliva corrupta de Sinclair se mezcló con la sangre de la muchacha. Dejó de cantar de golpe y su cuerpo se puso rígido.

Momentos después, cuando él volvió a levantar la cabeza, con los labios mojados tras su tétrico abrazo, los miembros de Eleanor se relajaron. Ella le miró con aire somnoliento y dijo:

– Pero es una canción muy triste. -Secándose las lágrimas de la cara con los dedos, añadió-: ¿Quieres que toque algo alegre?

PARTE IV. EL VIAJE DE REGRESO

Alcé los ojos al cielo y recé y mientras devanaba una oración un malvado murmullo me llegó que mi corazón en polvo convirtió.

Cerré los ojos y así los mantuve pese a que sus globos pulsaban y latían, ya que el cielo y el mar, el mar y el cielo, pesaban sobre mi mirada cansada al seguirme los muertos tan de cerca.

La balada del viejo marinero,

SAMUEL TAYLOR COLERIDGE (1798)

CAPÍTULO CUARENTA

18 de diciembre, 9:00 horas

MICHAEL SE PUSO A patear el suelo delante de la enfermería para sacudirse la nieve de las botas. El ruido hizo salir a Charlotte. Al verle, se llevó un dedo a los labios, le cogió del brazo y le guió de nuevo hacia la entrada exterior.

– Ahora, no -susurró.

– ¿Cómo se encuentra?

La doctora tironeó de los guantes hacia delante y hacia atrás mientras se los ponía.

– Lo está pasando bastante mal a pesar de no tener una fiebre muy alta. Le he administrado un sedante y le he puesto un gotero de glucosa. Mejor será que la dejemos descansar.

El periodista se sintió más disgustado de lo que esperaba. Desde el momento en que trajeron a Eleanor del campamento ballenero le había hechizado su rostro, el sonido de su voz y el deseo de descubrir el resto de su historia.

– Y Murphy se ha pasado para recordarme que no hagamos mención de su presencia aquí.

– Ah, vale, a mí también me ha enviado la nota -repuso Michael.

– Venga, vamos -terció ella, echándose la capucha sobre la cabeza-. Creo que lo que necesito ahora es un tazón del café superfuerte del tío Barney.

Apoyándose el uno en el otro para sostenerse bajo el viento racheado, avanzaron centímetro a centímetro rampa abajo hacia la zona común. Habían puesto por la noche un árbol de Navidad de mentirijillas con una serie de adornos de espumillón un tanto estropeados, y éste se alzaba algo mustio en una de las esquinas de la habitación.

Darryl ya se había apropiado de una mesa en la parte de atrás, donde hundía el tenedor en un plato lleno hasta arriba de tofu frito mezclado con verduras. La presencia del biólogo ya se había notado: el tío Barney había encargado más tofu por radio para que lo incluyeran en el pedido que debía llegar con el siguiente vuelo. Charlotte se deslizó en la banqueta más cercana a él, mientras que Wilde se sentó con su bandeja frente a ellos. La doctora, con sus trenzas sujetas en lo alto de la cabeza, lucía un aspecto parecido al de una piña.

Lo primero que hizo fue echar un montón de azúcar en el tazón de café y beberse un buen sorbo.

– ¿Qué, intentando ponerte en pie? -le preguntó Darryl-. Espero que no te importe que te lo diga, pero con esa pinta que tienes… deberías meterte en la cama.

– Gracias por tus amables palabras -replicó ella, poniendo el tazón sobre la mesa-. ¿Cómo es que tu mujer no te ha pegado ya un tiro?

Hirsch se encogió de hombros.

– Nuestro matrimonio se basa en la sinceridad -respondió él, y Michael se echó a reír.

– Lo más extraño de todo es que cuando estaba en Chicago dormía como un lirón, a pesar de las alarmas de los coches que saltaban en mitad de la noche y los vecinos de fiesta hasta las cuatro de la madrugada. Aquí, en este sitio tan tranquilo como una tumba y sin coches a menos de unos cuantos miles de kilómetros a la redonda, me despierto de pronto de madrugada.

– Pero… ¿Cierras bien las cortinas de la cama? -inquirió Darryl.

– Ni se me ocurriría -replicó ella, mojando una tostada en un huevo poco hecho-. Se parecería demasiado a un ataúd.

– ¿Has probado a correr las cortinas de opacidad de la ventana?

Ella hizo una pausa, masticando con lentitud.

– Ah, sí, claro, me levanté y trasteé un poco con ellas anoche.

– La idea es cerrarlas antes de acostarse -le recriminó Darryl.

– Lo hice, pero juraría que… -Barnes se detuvo bruscamente y después continuó-. Habría jurado que escuché algo afuera, en la tormenta.

Michael aguardó. Una nota en la voz de la mujer le advirtió lo que se avecinaba.

– ¿Que oíste qué…? -preguntó el biólogo.

– Una voz… Gritos.

– Quizá era una banshee -explicó Hirsch, removiendo su plato con el tenedor.

– ¿Oíste lo que gritaba? -inquirió Michael en el tono más despreocupado que logró improvisar.

– Me pareció entender, pese al rugido del viento, algo asó como ‹Devuélvemelo›. -Sacudió la cabeza y luego retornó a los huevos y la tostada-. Empiezo a echar de menos las alarmas de los coches.

El periodista logró tragarse el bocado a duras penas, pero decidió guardarse la noticia para sí mismo todavía.

– Esto me recuerda otra cosita… -comentó la doctora mientras rebuscaba en el bolsillo de su abrigo hasta sacar una muestra de sangre en un vial de plástico-. Necesito un análisis de sangre completo de esto.

A Darryl no pareció emocionarle mucho la perspectiva.

– ¿Y a qué se debe que recaiga tanto honor en mi persona?

– Porque eres tú el que tiene todo ese equipo tan magnífico en tu laboratorio.

– ¿De quién es eso? -preguntó.

– De uno de los reclutas -comentó ella, con brusquedad-, y te lo encargo a ti porque no hay más candidatos capaces de hacer un análisis de sangre.

– Vale -dijo él, golpeándose ligeramente en la boca con la servilleta-, y ya que estamos, también yo tengo algunas novedades.

Michael no estaba seguro de si hablaba en serio.

– Estáis sentados, amigos, al lado de alguien grande de verdad. En la última tanda de cebos he atrapado un ejemplar de una especie desconocida hasta ahora.

Tanto Michael como Charlotte le dedicaron toda su atención a partir de ese momento.

– ¿Es eso verdad? -preguntó Michael.

Darryl asintió, sonriente.

– Aunque se relaciona estrechamente con el Cryothenia amphitreta, que permaneció sin descubrir hasta el 2006, no se conoce este pez en concreto.

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