La foca ejecutó un rápido arabesco encima de la posición del buceador.
Wilde descendió más y más, hasta ser capaz de mirar en el interior del arcón, donde yacían amontonados muchos trozos de hielo refulgente, como monedas de cristal, pero logró atisbar algo más oscuro, un objeto reluciente de color ciruela.
Miró de izquierda a derecha, examinando el suelo circundante. A un lado el lecho descendía hacia una negrura sin fondo, y al otro vio, a escasos cientos de metros, una pared de hielo cortada a pico desde lo alto hasta una profundidad que él jamás sería capaz de llegar. Entre su posición actual y el imponente glaciar distinguió otro objeto de color ciruela cubierto de hielo, pero sobre la superficie del lecho marino. Tomó la linterna del arnés y apuntó el rayo luminoso en esa dirección.
Era una botella de vino. Tenía que serlo.
El buceador descendió un poco más y apartó el sedimento acumulado sobre el gollete del envase con los tres dedos del guante. La silueta globular de un erizo de mar descansaba en la base; creyendo que cerca había algo comestible, abría y cerraba la boca sin cesar, bueno, en realidad todo él era una boca. Michael se sirvió de la punta de la linterna para apartarlo. La costra de hielo cubría la botella de arriba abajo, pero en la cara yaciente sobre el suelo había vestigios de lo que en otro tiempo debió de haber sido una etiqueta, hoy ilegible. Intentó retirar la botella, pero no iba a salir con tanta facilidad. Debía usar las dos manos para conseguirlo. Antes de volver a intentarlo, colocó con sumo cuidado la linterna entre dos trozos de hielo que brotaban del suelo. Sin pretenderlo, perturbó a un gusano escamoso o polinoido cuyo aspecto recordaba mucho a una banda rota de corcho de varios centímetros de longitud; se escabulló en busca de una zona más tranquila. Tuvo que mover con cuidado el frasco para sacarlo del fango y el hielo, pues lo último que deseaba era romper algo que debía de haber sobrevivido decenas de años, pero al final tuvo suerte: la extrajo y la giró entre las manos, admirándola. Se sentía como si hubiera ganado en un juego de tira y afloja con el suelo marino.
De pronto, localizó otro botellín a doce metros de distancia, al pie mismo del glaciar sumergido.
¡Tal vez había encontrado un tesoro oculto! Le pasaron por la cabeza toda clase de ideas descabelladas, ¡cómo no!, pero en cualquier caso, aquello era una noticia de prensa sensacional. Cuando volviera a Tacoma y Gillespie le echara un vistazo al material… Un reportero gráfico del Eco-Travel Magasine había descubierto en el mar Antártico un cofre hundido a cientos de pies de profundidad. A partir de ahí, Wilde tenía el éxito asegurado.
Fijó la bolsa en la malla de su arnés antes de impulsarse hacia la pared de hielo. La foca pareció retirarse del lugar y merodeó por los alrededores, mirándole mientras nadaba al revés.
El agua estaba más helada cuanto más se aproximaba al iceberg, y el descenso de temperatura fue tan brusco que le recordó mucho a la sensación térmica provocada por los vientos catabáticos en su bajada desde lo alto de los glaciares hasta las llanuras polares. Tiritó dentro del traje y echó un vistazo al reloj colocado en la parte interior de la muñeca. Iba a tener que subir a la superficie pronto, muy pronto, y regresar más adelante.
El segundo envase de vidrio se hallaba atrapado debajo de una roca y decidió dejarlo donde estaba, pues el regulador se puso a sisear y él se percató de que no había estado respirando con normalidad, ya que la excitación se había apoderado de él y no había prestado atención. El empinado muro blanco del imponente glacial guardaba un gran paralelismo con el escenario de aquel día trágico en la cordillera de las Cascadas: se elevaba por encima de él como la pared escarpada de un precipicio y descendía hasta perderse en un abismo insondable. La pared de hielo presentaba acanaladuras y grietas, como el semblante de un boxeador que había subido demasiadas veces al cuadrilátero. El submarinista recorrió el gélido muro con los dedos, y a pesar del guante pudo percibir a través del tacto el rudimentario pero antiguo poder de esa montaña, capaz de aplastar de forma lenta e inexorable cuanto se pusiera en su camino.
Entonces dejó de respirar del todo.
Detrás de sus dedos vio… un semblante.
Se alejó con un brusco movimiento de aletas, sorprendido y confuso, envuelto por un anillo de burbujas cada vez más pequeñas.
Movió brazos y piernas para permanecer en aquella posición, haciendo caso omiso a la foca, que había regresado junto a él para jugar.
Era imposible. No podía haber visto lo que acababa de contemplar. Miró a su alrededor en busca de Darryl, pero todo cuanto era capaz de atisbar era una mota naranja a lo lejos; parecía ocupado en izar una trampa por una de las cuerdas del agujero de seguridad.
El corazón le latía desbocado cuando se volvió hacia el glaciar. O se controlaba o iba a terminar por cometer alguna estupidez que le sentenciara a morir ahogado antes de contar a nadie su hallazgo. Iluminó el hielo veteado con la linterna…
…pero veía muy poco desde allí.
Al final, cuando venció su reticencia y se acercó un poco más, descubrió otra cosa más sobresaliendo de la rugosa superficie helada. Al acercarse todavía más distinguió con toda claridad un rostro helado aureolado por unos cabellos de color caoba y una cadena en torno al cuello. ¿Una cadena de hierro…? Apreció un manchurrón azul y negro debajo del hielo, allí donde debían de estar las ropas, y era bastante posible que hubiera otra figura acurrucada detrás de la que estaba a la vista, pero eso resultaba bastante difícil de apreciar o discernir en aquellas aguas heladas y poco iluminadas.
Acarició el hielo de un modo casi reverencial con el guante y acercó la máscara facial a la pared del iceberg.
Enfocó el haz de la linterna al interior del hielo, donde contempló las facciones de una joven, aprisionada en su lecho de escarcha como la Bella Durmiente. Estaba ahí, con la mirada fija, pero no reposaba.
Nada de eso.
La mujer abría con desmesura aquellos ojazos suyos tan verdes que su luminiscencia le sorprendió, sobre todo debido al lugar donde se encontraba; también tenía abierta la boca, como si estuviera dando un último grito. La visión le hizo estremecer de los pies a la cabeza, pero en ese momento un ruido procedente del tanque de oxígeno le dio un serio aviso de los peligros de una mayor demora. Se dejó llevar hacia la superficie, apenas capaz de aceptar el descubrimiento hasta que estuvo lo bastante lejos como para que el hielo se hiciera opaco otra vez y un manto de oscuridad ocultase de nuevo su terrible secreto.
CAPÍTULO QUINCE
Noche del 6 de julio de 1854
DESPUÉS DE QUE LA traqueteante berlina hubiera cruzado Trafalgar Square y se adentrara en la elegante zona situada en los aledaños de Pall Mall, donde se habían afincado los clubes frecuentados por la flor y nata de los caballeros ingleses, Sinclair indicó al cochero que se detuviera en la esquina de St. James´s Street, casi enfrente de la entrada principal de Longchamps, pues allí se localizaba la discreta entrada lateral, la única por la que se admitía la entrada a las mujeres.
El cochero bajó del pescante con presteza, se apresuró a extender la escalerita plegable y ayudó a bajar a las damas bajo la luz parpadeante de las lámparas de gas, que iluminaban la creciente oscuridad. Pall Mall gozaba del lujo de una iluminación nocturna desde 1807.
Un criado de librea permanecía a la espera en el vestíbulo con suelos y paredes de mármol. Se llamaba Bentley, si el teniente Copley no recordaba mal. Una sombra de vacilación le cruzó por el semblante nada más ver a Sinclair.
– Buenas noches, Bentley -gorjeó Sinclair, usando sus modales más afables-. ¡Qué día más glorioso! Hemos apostado a ganador a Ascot.