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– Y nadie la ha oído al marcharse ni al volver -terció Michael.

– Cierto, eso también -admitió Murphy mientras volvía a pasarse los dedos por el cabello entrecano-. ¿Veis como no cuadra nada?

Michael le dio la razón. Era verdad. De hecho, era la primera vez que se había detenido a intentar unir todas las piezas del rompecabezas. No le extrañaba que Murphy ya tuviera un aspecto fatigado y muy perplejo.

Bastaba mirar el rostro de Darryl para ver cómo le consumía la rabia. Habían saqueado su laboratorio y le habían robado su más valioso espécimen.

– No ha podido hacerlo un solo ladrón, lo dudo mucho -afirmó-. Me resulta difícil creer que una sola persona haya sacado los cuerpos del tanque y haya sido capaz de sujetarlos al trineo en el breve lapso de tiempo que pasó desde que salí del laboratorio hasta que los eché en falta. -El biólogo meneó la cabeza-. Han debido de ser un mínimo de dos personas para poder moverlo todo.

– Así pues -replicó Murphy-, ¿qué dices? ¿Se te ocurre algún candidato?

Darryl tomó un sorbo de café antes de contestar:

– ¿Qué tal Betty y Tina? ¿Estás seguro de que te han dicho la verdad sobre sus movimientos?

– ¿Y por qué diablos iban a hacerlos las glaciólogas? -inquirió Murphy.

– No lo sé -admitió Hirsch con exasperación-, pero tal vez querían encargarse ellas mismas del trabajo. Quizá creyeron que yo se lo había quitado y ellas tenían sus propios planes.

Semejante despropósito no sólo sonaba traído por los pelos, sino que daba la impresión de que el propio Darryl sabía que esa teoría no había por donde cogerla. Alzó las manos, disgustado, y luego las reposó sobre el regazo.

– Les seguiré la pista -repuso Murphy, dejando entrever en la voz que no estaba demasiado convencido.

– Mientras tanto, quiero un cerrojo para mi laboratorio -insistió el biólogo-. Debo mirar por mi pez.

– Pero ¿de veras piensas que van a volver a llevarse también tu pez? -replicó Murphy-. No, no me lo jures… Te buscaré un candado.

CAPÍTULO VEINTINUEVE

13 de diciembre, 22:30 horas

ELEANOR INTENTÓ HACER ALGO de utilidad en la rectoría mientras Sinclair regresaba con provisiones de su paseo hasta el trineo. Desenrolló la manta de algodón, que estaba más tiesa que una tabla de lavar, y procuró barrer del suelo las cagarrutas de roedor con una vieja escoba que encontró apoyada en una esquina. Cuando abrió la caldera de la estufa encontró una rata petrificada, tumbada sobre un lecho de astillas y de paja. La tomó por la cola y la tiró por la ventana; después cerró con fuerza las contraventanas.

Encontró un paquete de fósforos lucifer encima de la mesa, junto a una vela consumida y un juego de llaves comidas por la herrumbre. Tomó una cerilla para prender lumbre y al cabo de unos instantes logró tener un pequeño fuego ardiendo en la estufa.

Creyó que eso complacería a Sinclair, pero lo cierto fue que miró las llamas con recelo después de colocar unos cuantos libros y las botellas en la estantería, y dijo:

– El humo de la chimenea nos delatará.

‹¿A los ojos de quién?›, pensó ella. ¿Acaso había alguien en kilómetros a la redonda? Se le encogió el corazón ante la perspectiva de tener que apagar la pequeña pero alegre fogata.

– Pero la tormenta lo disipará -continuó Sinclair, pensando en voz alta-. Déjalo, amor.

Él volvió a marcharse de nuevo y Eleanor se dejó caer sobre el catre, pues de pronto le pasaban factura todos los esfuerzos de las horas previas. Se sintió como si estuviera a punto de derretirse por completo y se tendió sobre la raída manta, todavía envuelta por el abrigo. Cerró los ojos cuando sintió que la habitación le daba vueltas y se aferró al catre tal y como había hecho tantos años atrás en el transcurso de aquel horrible viaje a Constantinopla a bordo del Vectis, un vapor que no había dejado de cabecear y bambolearse en la mar encrespada, donde encima se estropearon los motores al poco de abandonar el puerto de Marsella.

Moira estaba convencida de que todos iban a morir, de que el barco zozobraría en medio de la tormenta, y Eleanor había tenido que consolarla toda la noche, hasta que el tiempo cambió de pronto a la mañana siguiente y los motores volvieron a funcionar. Muchas enfermeras sufrieron mareos y cosas peores. Los marineros debieron subirlas a la cubierta de popa para que se recobraran gracias al aire fresco y el sol. Moira se arrodilló junto a la barandilla y elevó a los cielos una retahíla de padrenuestros.

La señorita Florence Nightingale pasó junto a ellas en ese momento y las saludó con una leve inclinación de cabeza. La superintendente también había sufrido la severidad del viaje y caminaba del brazo de su amiga, la señora Selina Bracebridge. Ésta era una mujer casada, a diferencia de la señorita Nightingale, la solterona más famosa de las Islas Británicas, pero las altas instancias militares habían resuelto que sería inapropiado emplear en el extranjero a mujeres solteras para la asistencia médica de heridos, razón por la cual las treinta y ocho enfermeras, con la sola excepción de la jefe del contingente, perdieron la condición de señoritas para recibir la mención honorífica de señoras, con independencia de que estuvieran o no casadas. Asimismo, también les facilitaron uniformes expresamente confeccionados por los modistas con el fin de hacerlas lo menos atractivas posible y difuminar las curvas de la silueta femenina por completo, razón por la cual los vestidos grises no tenían forma alguna y les colgaban como si fueran sacos de lana, y las gorritas blancas eran unos artilugios estúpidos que no favorecían a propósito los rasgos de ninguna de ellas.

Eleanor llegó a escuchar cómo una de las enfermeras le decía a la superintendente Nightingale que se consideraba capaz de sobrellevar todas las penurias del trabajo, pero luego añadió:

– Unas gorras son adecuadas para unos rostros y otras son para otro tipo de caras, pero si yo llego a saber que nos dan éstas, y mire que tenía ganas yo de ejercer de enfermera en Scutari, pues si lo sé, no vengo, señorita.

Las enfermeras que habían aceptado la misión formaban un grupo de lo más variopinto. Ella era muy consciente del recelo con el que iban a ser observadas cuando volvieran de aquella misión. Ciertos sectores de la prensa y la opinión británica las habían ensalzado como a heroínas por marcharse a realizar una tarea penosa pero honorable en las más atroces condiciones, pero en otros se habían cebado con ellas y las habían descrito como jóvenes impúdicas de clase trabajadora, unas buscadoras de fortuna que esperaban engatusar a oficiales heridos en su momento más vulnerable.

Catorce de las enfermeras habían sido reclutadas en hospitales públicos, como era el caso de Eleanor y Moira, pero Nightingale también había seleccionado a seis hermanas procedentes de la Training Institution for Nurses for Hospitals, Families and the Sick Poor, más conocida como Saint John’s House por tener su primera sede en la parroquia de San Juan Evangelista, fundada por el catedrático Todd con los parabienes del obispo de Londres; ocho de la Hermandad Protestante de la señorita Sellon y diez novicias de católicas; cinco del Orfanato de Norwood y otras cinco procedentes del hospital de las Hermanas de la Misericordia en Bermondsey. La incorporación de estas últimas dio que hablar. La confesión católica de muchos soldados no causaba problema alguno, pero levantaba ampollas la idea de que monjas católicas pudieran atender de cerca a hombres de otro credo, protestantes, por ejemplo. ¿Y si aprovechaban la oportunidad de oro que les ofrecía el disfraz de enfermera para hacer proselitismo en secreto a favor de la siniestra Iglesia Católica?

Cuando el Vectis se aproximó al estrecho de los Dardanelos, Eleanor observó que la superintendente se aferraba a la barandilla del barco y clavaba la mirada y su rostro adusto estaba tan pálido como de costumbre, pero había en él una expresión de arrebato. La brisa marina llevó hasta los oídos de la enfermera Ames las palabras con que la señorita Nightingale ensalzaba el paisaje a su amiga Selina.

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