Un pitido constante sonaba por toda la habitación de forma ominosa.
Charlotte cargó las palas del desfribilador, una escena que Michael había visto innumerables veces en las teleseries de médicos, las aplicó sobre el pecho velludo de Danzing, pues le habían cortado con tijeras la camisa de franela y estaba a plena vista la piel anaranjada a causa de la mercromina. Wilde observó cómo una de las palas lubricadas con pasta conductora cubría el espacio de la piel ocupado por un tatuaje, la cabeza de un husky, y él no pudo evitar preguntarse si no sería Kodiak.
La doctora contó hasta tres y gritó:
– ¡Fuera!
Apretó las palas contra el pecho del herido y pulsó los botones para provocar una descarga que hizo saltar a Danzing: la cabeza se quedó pegada a la camilla y el cuerpo se arqueó hacia arriba.
Pero el zumbido de los monitores no se alteró lo más mínimo.
– ¡Fuera! -volvió a gritar.
Michael retrocedió un paso, pues se había acercado un poco, mientras ella efectuaba una segunda descarga. El cuerpo se estremeció de nuevo, pero las líneas de las pantallas azules permanecieron planas. Le habían saltado varios de los puntos.
Las trenzas colgaron libremente a ambos lados del rostro de Charlotte, quien respiraba pesadamente. Tomó aliento y lo intentó una vez más. Un olor similar al de carne a la parrilla llenó la habitación, pero no hubo cambio alguno. El cuerpo volvió a quedarse inerte y completamente inmóvil. Danzing sangraba algo por el cuello, pero Michael no tenía nada con que limpiarle.
Charlotte se enjugó el sudor de la frente con la manga y lanzó otra mirada a los monitores antes de dejarse caer sobre el taburete de ruedas situado detrás de ella, donde se sentó con los hombros hundidos y el rostro bañado en sudor. Michael permaneció a la espera, preguntándose qué iba a hacer a continuación. La cosa no podía acabar ahí.
Él se levantó de su asiento y apoyó el talón de una mano sobre el pecho del musher.
– ¿Hago fuerza…?
Ella se limitó a negar con la cabeza.
– ¿No debería intentarlo al menos? -preguntó él mientras le hacía un masaje cardiaco tal y como le habían enseñado en los cursos de primeros auxilios-. ¿No convendría hacerle el boca a boca?
– Ha muerto, cielo.
– Tú dime sólo qué podría hacer.
– No hay nada que tú puedas hacer -replicó ella, levantando la mirada hacia el reloj de la pared-. A decir verdad, y si quieres saberlo, murió en el mismo momento en que ese maldito chucho le cogió por banda.
Charlotte se levantó sin volver la vista atrás y alargó la mano hacia un potapapeles. Tomó una pluma y sacudió la cadena que la sujetaba para poder consignar la hora de la defunción.
Danzing seguía con los ojos abiertos. Michael se los cerró.
La doctora fue desconectando todas las máquinas. Luego, reparó en el collar de dientes de morsa y lo recogió del suelo, donde lo había arrojado al quitarle la ropa.
– Era su amuleto… Le traía buena suerte -observó Wilde.
– No la suficiente -replicó ella, entregándoselo a Michael.
Se sentaron en silencio, uno a cada lado del cuerpo, y estuvieron así hasta que Murphy O’Connor asomó la cabeza por la puerta.
– Traigo malas noticias sobre lo del helicóptero… -empezó, y entonces se dio cuenta de lo sucedido-. Ay, la Virgen… -murmuró.
Charlotte retiró el catéter.
– Sin prisa. Pueden tomárselo con toda la calma del mundo.
Murphy se pasó los dedos por los cabellos entrecanos y clavó la mirada en el suelo.
– La tormenta va a ser mucho peor antes del alba. Debían esperar a que amainase, eso me dijeron.
El periodista aguzó el oído. Fuera, el viento aporreaba las paredes de la enfermería con verdadera saña, pero no lo había notado hasta ese momento.
– Dios todopoderoso -murmuró O’Connor. Hizo ademán de marcharse, pero antes le dijo a Charlotte-: Hiciste todo lo posible, estoy seguro. Eres una buena doctora. -Ella no reaccionó ante la lisonja-. Le diré a Franklin que se pase por aquí para echarte una mano con el cuerpo. -Entonces, Murphy miró a Michael-. ¿Por qué no me acompañas a la oficina? Tenemos que hablar.
Murphy se marchó y dejó a Wilde indeciso, pues no deseaba ausentarse y dejar a Charlotte a solas con el cuerpo, no con un cadáver, al menos no hasta que acudiera Franklin o algún otro.
– Estoy bien -le tranquilizó ella, intuyendo su dilema-. Uno se acostumbra a la muerte cuando curra en las urgencias de Chitown¹, así que vete.
Michael se metió el collar de morsa en el bolsillo mientras se ponía de pie y luego fue a la pileta, donde se lavó la sangre de las manos. Entretanto, acudió Franklin.
Luego, se fue, y cuando ya había salido de camino hacia el hall, ella gritó a sus espaldas:
– Ah, por cierto, gracias. Has sido un enfermero de primera.
El periodista encontró a Darryl en la oficina de O’Connor. El pelirrojo sostenía una taza desechable de café. Era evidente que Murphy acababa de ponerle al corriente de la muerte de Danzing. El propio jefe estaba reclinado sobre el respaldo de su silla, donde se había desplomado sin fuerzas. Michael se poyó sobre un archivador abollado y permanecieron en silencio durante más de un minuto. Nadie necesitaba decir nada.
– ¿Alguna idea…? -preguntó O’Connor finalmente.
Se produjo otro largo silencio.
– Si te refieres a lo de Danzing y el perro, no -se aventuró a contestar Michael-, pero si la cosa va sobre los cuerpos desaparecidos, entonces hay una idea que tengo bastante clara.
– ¿Y cuál es?
– Alguien se ha ido de la olla. Tal vez sea un caso del Gran Ojo.
– Ya he hecho mis indagaciones -repuso Murphy-, y han tenido que darme explicaciones todos, incluso el Gnomo. Y no se ha chalado ninguno, bueno, no más de lo normal. Y nadie ha abandonado la estación.
Darryl sopesó esa información antes de decir:
– De acuerdo, en tal caso, quienesquiera que sean los ladrones han ocultado los cuerpos en alguna parte. Otra cosa no, pero por cualquier sitio de por aquí hace frío suficiente para que vuelvan a ser hielo bien sólido. Han vuelto a la base echando leches después de esconderlos.
– ¿Y los perros?
Darryl debía reflexionar sobre eso, pero Michael conocía a los huskies, y estaba seguro de que volverían por su cuenta a menos que alguien los retuviera.
– ¿Pueden sobrevivir a una tormenta como ésta? -preguntó Darryl.
Murphy resopló.
– Esto para ellos es un día de playa. Van a tumbarse y a dormirse tan panchos. La mierda del asunto es que se han borrado las huellas.
A pesar de todo, Michael tuvo un pálpito sobre el posible destino de los canes.
– Stromviken, han ido allí. Ése es el destino de su carrera de entrenamiento.
– Podría ser -concedió Murphy tras pensárselo un rato-, pero si alguien los ha llevado hasta allí, incluso si ha tenido tiempo de darse el viajecito, y eso me parece muy poco probable, ¿cómo demonios ha vuelto a la base sin ellos?
Ningún miembro de la base es capaz de volver a pata hasta aquí con la que está cayendo, ni siquiera yo. Nadie puede ir a ninguna parte con esta tormenta.
– ¿Y si hubiera utilizado una motonieve? -aventuró Michael-. Pudo ponerla detrás del trineo y remolcarla, ¿no?
El jefe O’Connor adoptó una expresión socarrona.
– Por poder ser, pues sí, pero quien fuera obligó a los pobres chuchos a tirar de la motonieve y mover el bloque de hielo.
– Había disminuido mucho de volumen -intervino el biólogo-. Estaba a punto de deshelarse.
Murphy adelantó la cabeza tras una pausa.
– Como prefieras, pero, resumiendo, quienquiera que sea se ha llevado el témpano con los cuerpos a algún sitio, sea a la factoría ballenera, a la colonia de grajos o a una gruta helada de por los alrededores, y ha vuelto a toda pastilla gracias a una motonieve, una motonieve que nadie ha echado en falta…