Esta vez nadie le dijo una palabra cuando él pasó por delante.
CAPÍTULO TRES
1889
VERDE, UN INTENSO RESPLANDOR verde esmeralda.
Ella soñaba con…
… el verde de la hierba de los pastos de Yorkshire.
El verde de las hojas en Regent´s Park un día soleado.
El paño verde de las mesas de billar en el club de Pall Mall. A las mujeres les estaba prohibido subir las escaleras, pero Sinclair había encontrado un modo de colarla a hurtadillas, a pesar del portero, y hacerla subir por las escaleras del servicio.
Las verdes aguas del Bósforo…
Por eso ella estaba contenta mientras pudiera seguir inmersa en el verdor. Le recordaba la fragancia de los campos mientras se hacía mujer; la hierba húmeda, cuando se cernía bajo la brisa estival, mientras las vacas se recortaban en blanco y negro contra ella; las ondulantes colinas verdes a la luz del crepúsculo, con el sol relumbrando como el reloj de bolsillo de su padre…
Podía sentir la textura de las hojas, suaves, planas y céreas, mientras atravesaba el parque de la ciudad en su descanso a mediodía en el hospital. Era sólo media hora, pero en aquel momento podía inhalar una bocanada de aire fresco, aire que no oliera a sangre, éter o morfina. A veces metía hojas y flores de olor delicado en los bolsillos del uniforme antes de regresar a las salas del hospital.
El verde del mar…
Nunca había navegado antes de embarcarse rumbo a Turquía. Ella siempre había imaginado que sería azul, o incluso gris, o al menos siempre había tenido ese aspecto en todas las imágenes que había visto; pero al asomarse desde la cubierta hacia la estela de aguas revueltas, le había sorprendido su matiz verdoso como la pátina mate de las estatuas del Royal Museum, donde Sinclair la había llevado muy poco antes de que partiera su regimiento…
Pero entonces el ensueño terminó, pues antes o después todos acababan, y una mano fría se cerró en torno a su corazón. Tuvo que luchar de nuevo para encerrarse en el verde y envolverse en la red de su imaginación para caldear la mano gélida que se había deslizado entre sus ropas hasta helar el mismo tuétano de sus huesos. Esto había sucedido miles de veces y temía que volviera a sucederle otras mil más, antes de que pudiera despertarse… antes de que lograra liberarse de ese extraño sueño en el que estaba atrapada.
CAPÍTULO CUATRO
24 de noviembre, 10:25 horas
MICHAEL DESCUBRIÓ AL PEQUEÑO pelirrojo mientras bajaba del avión en el aeropuerto de Santiago y comprendió que era un científico nada más verle. Había algo en ellos que los delataba, aunque era difícil precisar qué exactamente, pues no se trataba de algo evidente, como el olor del formaldehido o un transportador de ángulos sobresaliendo del bolsillo. No; era más un asunto relacionado con el rostro. Michael había estado siempre rodeado de investigadores mientras fotografiaba y escribía sobre el mundo natural; como observadores eran sujetos muy atentos y al mismo tiempo capaces de permanecer neutrales; podían formar parte de un grupo y mantenerse a cierta distancia de éste, y por mucho que intentaran pertenecer a alguno de ellos, en realidad jamás se integraban del todo. Sucedía como en un enorme banco de peces luna que había fotografiado bajo el agua en las Bahamas. La mayoría de los peces, en busca de seguridad, intentaban moverse hacia el centro del cardumen, pero algunos, por la razón que fuera, se quedaban en los bordes y jamás lo conseguían.
Y no cabía duda de que eran los más asequibles para los depredadores.
Durante la escala que tuvo que hacer antes de coger el avión a hélice que le llevaría a Puerto Williams, Michael arrastró su petate hasta la atestada cafetería del aeropuerto. El pelirrojo estaba sentado a solas en una mesa de esquina, con la cabeza inclinada sobre el portátil. Michael se acercó lo suficiente para apreciar que estaba estudiando un complejo mapa ilustrado con números, flechas y líneas entrecruzadas. Le dio la sensación de que era un mapa topográfico. Sólo permaneció un segundo o dos delante del tipo hasta que se acercó a la silla que tenía enfrente. Su rostro era pequeño y estrecho, y las cejas, también pelirrojas aunque más claras. El hombre le evaluó con la mirada y dijo después:
– Seguramente esto no le resultaría de interés.
– Le sorprendería -repuso Michael mientras se le acercaba-. No pretendía molestarle. Sólo estoy esperando mi enlace a Puerto Williams.
Esperó a ver si la insinuación surtía efecto, y así fue.
– Yo también -coincidió él.
– ¿Le importa si me siento? -dijo Michael, señalando la silla vacía junto a la mesa, la última silla vacía a la vista.
Dejó caer el petate en el suelo con un pie metido dentro de una de las asas, un hábito que había adquirido a lo largo de un montón de viajes de madrugada en el extranjero, y luego extendió la mano y se presentó.
– Michael Wilde.
– Darryl Hirsch.
– A Puerto Williams, ¿eh? ¿Es ése su lugar de destino?
Hirsch pulsó unas cuantas veces el teclado y después cerró el portátil. Miró a Michael con cierta inseguridad, como si no supiera qué idea hacerse de él.
– Usted no es un agente de un servicio de inteligencia del gobierno o algo parecido, ¿no? Porque si lo es, lo está haciendo de pena.
Michael se echó a reír.
– ¿Qué le ha hecho pensar eso?
– Que soy científico y vivimos en una época de idiotas. Por lo que yo sé, me da la sensación de que está comprobando si no se me va a ocurrir probar que la Tierra se está calentando, aunque no hay duda de que así es. Los casquetes polares se están fundiendo, los osos polares están desapareciendo y el Diseño Inteligente [3] está perfectamente diseñado por idiotas. Adelante, ya lo he dicho, puede arrestarme.
– Relájese. Si no le importa que se lo diga, suena usted algo paranoico.
– Sólo porque uno sea paranoico -observó Darryl- no quiere decir que no le sigan a uno.
– Eso es muy cierto -replicó Wilde-, pero me gusta pensar que soy un buen chico. Trabajo para la revista Eco-Travel haciendo tanto artículos como fotos. Viajo a la Antártida para cubrir un reportaje sobre la vida en una base de investigación.
– ¿Cuál de ellas? Hay lo menos doce países que han instalado bases ahí, sólo para justificar su derecho sobre el territorio.
– Point Adélie. Está todo lo cerca que se puede estar del Polo.
– Oh -exclamó Hirsch, procesando las noticias-. Yo también. Hum. -Sonó como si aún no hubiera abandonado su teoría conspirativa-. Es una gran coincidencia. -Luego tabaleó con los dedos sobre la tapa del portátil-. Así que es usted periodista.
Michael detectó ese destello interesado que había visto en tantas ocasiones, un millón de veces. Cuando la gente descubría que era reportero, en primer lugar venía una ligera sorpresa, seguida de la aceptación y al final, apenas un nanosegundo después, la comprensión progresiva del hecho de que podría hacerlos famosos, o al menos que podría escribir sobre ellos. Veía cómo se iban encendiendo las distintas lucecitas en sus cabezas.
– Eso es estupendo -dijo Hirsch-. Qué coincidencia. -Con estudiada despreocupación abrió de nuevo el portátil y comenzó a teclear-. Deje que le enseñe algo. -Le dio la vuelta a la pantalla para que Michael también pudiera verla y volvió a aparecer el mismo elaborado mapa-. Éste es el suelo oceánico de la plataforma continental, bajo el hielo que rodea Point Adélie. Puede ver aquí hasta dónde se extiende y aquí -continuó mientras señalaba con un dedo con la uña mordida en un lugar de la pantalla- dónde se sumerge de pronto, en lo que llamamos el talud abisal. En esta expedición estoy planeando descender unos doscientos metros. Por cierto, soy biólogo marino, del Instituto Oceanográfico de Woods Hole. Estoy particularmente interesado en los blénidos, los bacalaos antárticos, así como en los moluscos, viruelas y granaderos. Sabe a los que me refiero, ¿no?